Los forasteros que suben al Miguelete ya no aguardan oir ninguna campana. Mientras existió el reloj aquel que se albergaba en una caseta adosado a la ciclópea torre, aún permanecían los visitantes a la espera de que se movieran los compases y las palancas de todo el complicado herraje exterior, haciendo sonar las campanadas de las horas. No pasaban de ser unas campanadas disminuidas y muy falsas, porque en realidad el sonido lo provocaba un mazo que caía a peso sobre la coraza externa de la multisecular "Miguel", maniatada e inmóvil en el arco de su espadaña. Mas ahora, no suena ni el martillo ni el badajo. A las campanas, les ha pasado lo peor: se han quedado mudas. Que es decir, muertas.
El Ayuntamiento aprobó el 19 del último febrero (de 1970) el acta de recepción definitiva de los trabajos de desmontaje del reloj del Miguelete, la liquidación de la contrata y la cancelación de la garantía constituida. La tarea había costado poco más de veinte mil duros. Un dictamen de Urbanismo, número 56 en la sesión de la fecha mencionada, se encargaba de despachar todos esos extremos. Desde bastante antes, el Miguelete había recuperado ya una traza más airosa, porque los postizos de la cabina inferior para la esfera del reloj y del andamiaje metálico, en la terraza final, cayeron demolidos tiempo atrás. Ganaba línea nuestra primera torre valenciana, aunque perdía sus últimas, regulares y constantes, si que también mecánicas, campanadas de toda hora.
Los demás toques de las campanas, los vuelos, el rebato, los clamores y las vísperas, los dobles de funeral y el repique de contrapunto, están, asimismo, muertos para Valencia. Hace quince años que empezaron a electrificarse los campanarios, por falta de campaneros profesionales. Se impuso la necesidad del motor que marcha con un pulsador y desde entonces las campanas ruedan monótonas sin alma ni vibración y sin posibilidad de encadenarse en la armonía de unas combinaciones que antaño convertían las torres valencianas en podios de conciertos, famosos en toda España, escuchados con delectación por centenares de buenos catadores, desde la orilla del río en la Alameda o desde distancias bien calculadas para que, al atardecer de una víspera de Corpus, por ejemplo gozara el oído la más singular sinfonía campanera que pudo escucharse nunca en ciudades españolas, saltarina aquí, con una gracia particular de sonidos distintos y briosos, desde la Catedral a San Valero y desde el Carmen a Santo Tomás. En su "dosier" ejecutivo, el tiempo moderno ha traído la sentencia inapelable para la música de los campanarios.
Por la pericia y el sentido artístico en el tocar de las campanas, los valencianos no tuvieron rival. Se realizaban diariamente toques muy diversos, porque el culto tenía en Valencia, de ordinario, una solemnidad que en otros lugares sólo se alcanzaba en días especiales. Había coro en cada parroquia, y eso ya provocaba llamadas de la torre y acompañamiento de toques característicos. Muy a menudo, también, se emparejaban dos o más torres en un lenguaje de armonías ya establecidas, con media docena de campanas en juego, volteando acompasadas a fin de dejar su exacto momento a la intervención del badajo grave que marcaba el golpe rítmico de aquel clamor metálico sabiamente graduado. Dos campanas tiples, con una de tono inferior componían el villancico, que en la Catedral se llamaba "del Racó" y que allí interpretaban la "Ursula", la "Violante", la "Pablo" y la "María" o la "Asunción". Todavía de noche quedaba -y aún puede verse en ciertas torres- la caja de urgencia, en la calle, junto al muro del campanario, para que el sereno pudiera abrirla si era menester y desde allí, a golpe de cuerda, que iba por el interior de un tubo metálico, hiciese vocear a las campanas el grito de alarma.
Los más notables juegos de campanas los tenía Valencia en Santos Juanes, San Valero y la Santa Cruz. Y por la provincia, en Cheste. El Miguelete nunca poseyó la calidad e armonía que hizo sobresalir a los otros campanarios citados, entre los demás. Las doce campanas de la Catedral -hoy electrificadas, la mitad de ellas- fueron importantes por su número y por su clase, una a una, como la "Jaime" que por más gruesa tiene el timbre más agudo de todos o la "Catalina", muy vibrante y nunca refundida, o la "Eloy", regalo de los orfebres, cargada de plata y procedente de Santa Catalina.
En Santos Juanes subsiste la "Borrego", que pesa dos mil kilos; y en San Esteban, la "Fernando", obsequio regio, amasado con cañones de guerra. Han desaparecido, en cambio, la "Pere", de San Andrés, las "Baltasar" y "Elena", de Santa Cruz, la grande de Ruzafa, conocida como la "Valera", y la "Cherra" de Santa Catalina,tan enorme que de ella se fundieron las tres mayores que tuvo San Agustín hasta el año 1936. Con las campanas se fueron los buenos campaneros, o por mejor decir, la desaparición de éstos y la carencia de nuevas generaciones de profesionales, acabó con el volteo de aquéllas y dio paso a la electrificación, como simple remedio o mero mal menor.
Hará diez años que ocho campaneros ingleses intentaron batir en Loughborough una marca establecida dos siglos antes por otro equipo de catorce hombres, realizando más de cuatro mil cambios con un juego de ocho campanas. Stephen Ivin mandaba el grupo y a decir verdad no puede su esfuerzo numérico, tenido como una hazaña en la campanología mundial, emparejarse al equilibrio artístico de una tocata dirigida en cualquiera de las torres valencianas que asombraron a Víctor Hugo, por aquellos viejos maestros campaneros conocidos como "El Chacho", "El Baina", Luna o "Nardo", a los cuales todavía han saludado y admirado los vecinos que hoy habitan respectivamente los barrios del Mercado, La Virgen, San Andrés antiguo, o las encrucijadas de San Nicolás.
Con quince metros de cuerda, escrupulosa y exactamente manejada para dosificar al máximo el esfuerzo muscular, se movía y balanceaba, según los preceptos del toque decuado, cada campana de la torre. El cabezal había de tener -la electrificación, luego lo ha modificado- un treinta y tres por cien menos de peso que el cuerpo de la campana. A las condiciones de construcción, presididas por ese timbre definido y preciso que el buen oído del fundidor coloca a cada pieza que fabrica, sumábanse los cuidados minuciosos de perfecta conservación. Todo ello le daba la base al campanero para trenzar su gala de intérprete, sobre la ciudad entera, a la hora de hacer cantar al metal. Rafael Aguado, el último de la Catedral, que bajaba del Miguelete veloz como un ave, con las palmas de las manos abiertas sobre las paredes de la escalera de caracol, dejó escrito el "Arte de tocar las campanas", texto quizás el postrero de la bibliografía activa que los valencianos tienen sobre el tema, encabezada por los viejos reglamentos de toques y repiques para todas las circunstancias, normales o extraordinarias.
La industria fundidora, radicada principalmente, por lo que a tierras valencianas se refiere, en Adzaneta por Albaida, sigue proporcionando campanas a España entera y a todas las naciones de Hispanoamérica, a los pueblos nuevos de las tierras africanas, a los Estados Unidos y a países diversos de los otros continentes. Constituye una exportación de la que se ha hablado pocas veces.
Aquí, en la provincia de Valencia, no son muchas, como puede desprenderse todo lo dicho anteriormente, las torres que nacen con huecos para campanas. Apenas se construye campanario alguno. El único que sobresale entre los antiguos, en el centro de la ciudad, es el de San Agustín, remozado y crecido, con fina estampa gótica, hasta los setenta metros de altura. Así y todo, a éste, como al de Santa Mónica y a tantos otros, los grandes bloques de viviendas edificados en sus alrededores, los han empequeñecido. No obstante, San Agustín presenta, hoy por hoy, el mejor ejemplo de conservación del culto a las campanas: cuatro, centenarias, traídas de Alcalá de la Selva, serán fundidas de nuevo, para ocupar puesto en las ojivas de la airosa torre de Guillem de Castro. Serán recuerdo, porque se moverán, también, a motor eléctrico, ya que si no, no hay jornalero que quiera tocarlas, de un perdido esplendor sonoro entronizado, durante muchos años, por derecho propio, en las trescientas torres de Valencia.
Al pie de todas ellas, el mundo sigue, aunque las cosas han cambiado y las gentes tienen otro aire. Para el título de Campaneros, por ejemplo, junto al Miguelete, ya no existe calle efectiva, ni siquiera orilla de la plaza de la Reina. Un aparcamiento subterráneo ha borrado nombres y lindes; se llevó por delante, hace meses, la secular dedicatoria de una vía urbana en honra de aquel noble oficio.
José María CRUZ ROMÁN
(Publicado en "Feriario" nº 34 - València - Maig 1970 - f.93/96)
(Publicat en "Campaners" nº 3 - València 1990 - f. 45/48)
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