GARRIDO ESCRITOR, Manuel - Campanas

Campanas

El cielo, al modo que suele en los primeros compases del otoño para combatir el incipiente frío, vestía una toquillita de lana blanca, fina y lisa, con franjas de transparencias azuladas entre costuras vaporosas y largas filacterias. Un cielo así tendido es el que incuba un aire de transparencia mate y afelpado, el más propicio acaso para la difusión de las campanas en el raudal sonoro impulsado por latidos de bronce. No se concibe una aldea sin campanas. Su puede suponer que están en ellas desde horas tempranas en la cristianización del mundo «pagano», esos pagos rurales dispersos y alejados de las urbes, para marcar el ritmo de las horas crónicas y el rezo de las canónicas en el ciclo de las estaciones y el marco de los trabajos.

En todo caso allá por el siglo XIII subieron a los campanarios de los templos, grandes santuarios o pequeñas ermitas, y desde allí han seguido emitiendo su alta voz transitiva y litúrgica, sacral y campesina, viejas de días y de vientos, cosechas y estaciones. Ellas, que nacieron en un mundo religioso en cuanto encantado, llevaron la voz cantante en ese encanto del ámbito sin fisuras entre la tierra firme y el aire en vilo. Su tañido convocaba a la misa dominical, incendiaba los ánimos en los días de fiesta, cuyas procesiones acompañaba y finalmente anunciaba el luto funeral. En cuanto a este, existe el término dialectal «encordar», literalmente «llevar al corazón» la noticia de una muerte; el corazón, incluso, de los campos de labranza y pastoreo, como despedida de quien no volvería a recorrerlos y el bronce sonaba entonces tan melancólico.

Las campanas podían voltearse y para ello se dotaban de una estructura de madera en forma de alta corona o penacho, aprisionada con tiras de hierro y sujeta a la cabeza de las mismas, llamada por eso melena; unos tiraban de la melena mientras otros empujaban la base, de modo que en el vuelo el badajo golpeaba dos veces y de ahí el término doblar por tocar o sonar.

El verbo luce avisador en el poema de John Donne, amplificado en el título de la novela célebre de Hemingway. Pero sobre todo en los pueblos se repicaban, es decir, se tocaban con ambas manos, que asían unas cadenas atadas al badajo (dicho en cabreirés «badayo»). El toque a encordar era a base de dobles muy pausados.

El repique así llamado a gloria constaba también de dobles, pero ya no pausados, sino mucho más rápidos y con ciertas variaciones en las que lucía la pericia del campanero. A ese propósito, la tradición popular conoce términos y coplas que reproducen el ritmo, pero además son el vehículo de picardías desenfadas, incluso irreverentes. Pongamos por ejemplo esta que expresa muy bien la base y la variación: «Que te l’han tentao,/ que te l’han tentao,/ cochina marrana,/ no haberte dejao». Los dobles más uniformes se expresan con la palabra «Volandera», dos pares de dobles (volan-dera), uno por campana. Y ya puesta la malicia a trabajar inventó esta que distribuye los toques en seis pares: «Calenturas/ pa las amas/ de los curas».

La convocación al concejo se hacía con una sola campana. En cuanto a la voz de alarma ante un incendio, por ejemplo, las dos campanas eran golpeadas a la vez de forma que el sonido al unísono resultaba en una estridencia expresiva de la urgencia ante el peligro. Y todavía en invierno, pero ya a punto de romper la primavera, existían toques rituales para prevenir los desastres de las tormentas estivales y grupos de jóvenes se turnaban toda la noche, alternando tres toques en cada una, de modo que la súplica sonaba así: «a-gua-sí/ pie-dra-no».

Dentro de la geografía cabreiresa las campanas hallan condiciones más propicias para su vuelo en las pendientes laderas de la Cabrera Baja, ausentes en el trazado mucho más apacible de la Alta. Pensemos por ejemplo en Saceda. Su iglesia de orígenes muy antiguos está solitaria entre huertos y praderas por debajo del caserío en la pendiente que prolonga su caída hasta el río Cabrera allá en el fondo. Las dos iglesias de Silván, tanto la parroquial de Santiago como la de la Virgen en Fresnedo (o como ellos dirían Ferneo), se emplazan en una ladera de inclinación semejante y con un largo recorrido hasta el fondo del valle. La iglesia de Trabazos tiene una gran campana, disputada y ganada en la leyenda a Odollo, cuya voz se precipita por la fraga vertiginosa. Podríamos añadir Forna, Benuza, Santalavilla, Yebra, Noceda, el mismo Odollo.

Todas las campanas repiten formas idénticas, supuesta la variación de tamaño, unas más abombadas y otras de mayor vuelo en alabeo. Van decoradas y dotadas de inscripciones, las más antiguas en latín, con fórmulas religiosas y deprecatorias. La campana cabreiresa más antigua está en la iglesia parroquial de Villarino y lleva la fecha de 1581. Una de las dos de Noceda tiene fecha de un siglo después: 1681. Predomina la súplica «Ora pro nobis». Volvamos fugazmente a aquellos tiempos en que el Fausto de Goethe podía evocar el tañido que oía cuando, al vagar llorando por los bosques, le anunciaba «los alegres transportes de la juventud y la inocente alegría de las fiestas primaverales». En los nuestros ya desencantados, más inciertos e individualistas, podríamos expresar la súplica de este modo, no extraño por lo demás, al sentido del verbo latino: Habla, hablad por mí.

GARRIDO ESCRITOR, Manuel

Diario de León (21-11-2016)

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