TRAPIELLO, Andrés - Enmudeced, campanas

Enmudeced, campanas

Estoy viendo de niño aquellas carrozas aparatosas de los entierros, con un caballejo empenachado y el cochero en el pescante, recorriendo las viejas calles de mi ciudad, después de haber recogido al finado en su casa. Porque nadie que podía permitírselo moría en otro lugar que no fuese su casa. En ella se había celebrado el velorio. Así lo atestiguaba la mesita de las condolencias que se ponía en el portal, una de cuyas hojas se cerraba en señal de duelo.

Aquella cultura de la muerte, heredada del barroco y vigente durante cuatro siglos, desapareció en unos pocos años, en parte con la invención del tanatorio, donde todo sucede de una manera aséptica, un tanto futurista. Y, sí, se hubiera podido decir que la muerte en nuestras sociedades ha pasado a ser sólo un trámite que se quiere abreviar lo más posible, de no haber existido al mismo tiempo este otro fenómeno netamente actual: el espectáculo que se organiza alrededor de los muertos ilustres (políticos, tanguistas, intelectuales, cualquier famoso vale) con las hipérboles montadísimas a que dan lugar, esos “se van los mejores”, “desde Adán y Eva nadie nunca jamás había...”.¿En fin, el regreso y triunfo del barroco en unos dilatadísimos cortejos mediáticos que dejan aquellos de León en nada.¿Dios nos libre del día de las alabanzas, recuerda con sorna el refranero.

Es verdad que hay temporadas que parece que nos morimos más, pero es sólo un espejismo. Sólo que ahora televisiones, periódicos y redes sociales se emplean tan a fondo en amplificar las muertes de quienes han decidido agigantar, que se diría que más que enterrarlos quieren resucitarlos y convencernos de que hemos vivido una época de titanes, héroes fabulosos y genios inigualables, y empequeñecer de paso al resto de los mortales comunes. Y es entonces cuando a uno le vienen a la memoria las palabras de Machado, escritas a la muerte de don Francisco Giner: “Vivid, la vida sigue, los muertos mueren y las sombras pasan, lleva quien deja y vive el que ha vivido. ¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!”. Las personas a quienes hemos querido y admirado siguen al morir en nosotros consolándonos con su recuerdo. Unas veces eran célebres, y otras, la mayoría, eran anónimas, y vienen con nosotros por dentro, sin flashes, sin retórica y sobre todo sin ruido, porque aquello que han de decirnos lo dirán en voz baja, tal y como habla la intimidad.

TRAPIELLO, Andrés

La Vanguardia (09-05-2014)

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