Lanzó una mirada nerviosa a su reloj. Se apresura. No puede llegar tarde. Gracias al hábito, subir las escaleras de la torre ya no le supone ningún esfuerzo.
Ella ya está en lo alto de su campanario. Esperando la hora se encara hacia el Sur y contempla tranquila en el horizonte una ciudad grande, bulliciosa y fría que no parece tener fin. Tan diferente.
Él, de dos en dos escalones, ha llegado finalmente. Como de habitual no hay nadie allí, pero ésta vez, como señal de la primavera, el sol le calienta la cara cuando se coloca mirando al Norte. Bajo sus pies, pequeña pero viva, está Teruel, su querida ciudad, que espera no tener que dejar.
Las campanas redoblan, y con su sonido borran ambas ciudades y los kilómetros.
Él mira al frente y la ve a pesar de la distancia. Ella cierra los ojos, y a cada campana sabe que otra toca en Teruel, su Teruel, y se siente en casa.
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