RUBIO, Miguel - Murcia, desde las alturas

Murcia, desde las alturas

La subida a la Torre de la Catedral merece el esfuerzo por las vistas de la ciudad y el arte que atesora

Un mar de tejados y azoteas desde lo alto del campanario. - Autor: M. R.
Un mar de tejados y azoteas desde lo alto del campanario. - Autor: M. R.

Dieciocho rampas y 44 peldaños conducen al ‘techo’ de Murcia. Desde las alturas, la ciudad aparece impasible y perezosa, como un mar calmoso de azoteas y tejados todos diferentes. Más allá de los edificios surge una huerta verde y esponjosa; y si no fuera por la imponente muralla rocosa del Puerto de la Cadenas puede que la vista alcanzara hasta el mar. En fin, una panorámica única. Es la recompensa por ascender a la Torre de la Catedral, en un paseo que permite recorrer 400 años de la historia de Murcia.

Las visitas al majestuoso campanario, recuperadas tras la restauración del monumento, se realizan a diario (salvo los lunes) de la mano de un guía, y tienen como punto de partida la entrada al museo de la Catedral, por la denominada puerta de la Cruz. El recorrido dura aproximadamente una hora, y resulta una buena alternativa para completar una excursión urbana y en familia por Murcia. El único inconveniente, que si el grupo no es lo suficientemente numeroso, deberá regresar en otro momento para realizar la visita guiada; lo bueno, que los niños menores de 12 años no pagan.

Un consejo: venza el vértigo, porque el espectáculo desde allá arriba merece la pena. Y mejor lleve calzado cómodo, aunque la subida no representa mayor complicación, debido a que se realizan cuatro paradas antes de alcanzar el cuerpo de campanas. Si finalmente se anima, sepa que la Torre de la Catedral es un edificio único por varios motivos. Con 95 metros, es la tercera más alta de España, después de la Giralda de Sevilla y la Sagrada Familia de Barcelona. Su sucesión de cuerpos (otra de sus singularidades) suponen toda una lección de historia de arte: desde el renacimiento italiano al neoclasicismo, pasando por el barroco. Claro que hubo tiempo para todo. Porque el monumento empezó a levantarse en el año 1519 y no se remató con la veleta hasta 1893. Casi cuatro siglos. ¿Y a qué se debió tanta demora? Pues porque surgieron problemas, y no pequeños. Al llegar al segundo cuerpo, la torre se inclinó hacia el este. Y todavía sigue torcida. Si se coloca en Trapería lo podrá comprobar.

Más de doscientos años tardó el Cabildo catedralicio en decidirse a terminar las obras. Ya estaba el famoso imafronte barroco de Jaime Bort acabado cuando se halló la solución: todos los elementos de la parte oeste de la torre serían el doble de anchos, y por tanto de pesados, para contrarrestar la inclinación. Y funcionó. Porque, la Torre ahí sigue, pese a terremotos e inundaciones, contemplando el paso del tiempo. Claro que no fue el único ‘imprevisto’. A la hora de rematar el campanario, se presentaron varias ideas. Los canónigos recurrieron entonces a la Academia de Bellas Artes de San Fernando, y el arquitecto Ventura Rodríguez diseñó el último cuerpo con una bóveda octogonal y linterna. ¿Gustó el resultado? Pues no mucho; los murcianos, en tono socarrón, calificaron el remate como un bebedero de palomas.

En el interior de la Torre, de planta cuadrada, también es posible contemplar esa sucesión de estilos artísticos. Hasta los llamados conjuratorios, la estructura acoge varias estancias. En la rampa siete está el archivo, en pleno proceso de catalogación, que atesora cientos de legajos y documentos, incluidas cartas manuscritas de Alfonso X. Un poco más arriba se localiza la conocida como sala de los refugiados, pues era el lugar donde se guardaba el tesoro de la Catedral en caso de riada. Y encima, la sala del reloj, que aún conserva la maquinaria del año 1940. Ahora ya no es necesario que suba el relojero cada tres días a darle cuerda, porque está conectado vía satélite al atómico de Berlín, que lo mantiene puntualmente en hora. Esta estancia, donde vivía el campanero, es conocida también como la sala de los secretos. Pura ironía, porque la bóveda vaída le otorga una acústica tan especial que resulta casi imposible susurrar unas palabras sin que se escuchen en la otra esquina de la habitación.

La parada sirve para recargar pilas con el fin de seguir subiendo. Pero antes, Gaizka, el guía que nos acompaña, desvela una curiosidad que él ha descubierto: sobre la puerta de entrada a la sala del reloj, siguiendo una tradición de la Edad Media, un cantero dejó, aprovechando la última restauración, un mensaje escrito sobre el muro: ‘en esta piedra está mi nombre dentro de una botella’. Ahí queda para la posterioridad.

Tres rampas más arriba se accede por fin al exterior de la torre a través del balcón de los conjuratorios. Abierto a los cuatro puntos cardinales, otros tantos templetes, coronados por las imágenes de los santos cartageneros, adornan cada una de las esquinas. Es un espacio singular, que no se da en otras catedrales españolas, y cargado de historia. Hasta aquí subían dos canónigos cada vez que amenazaba tormenta o existía riesgo de riadas. Con la reliquia del ‘Lignum crucis’ entre sus manos, pronunciaban unos salmos con respuesta como conjuro para librar a Murcia de la previsible desgracia. Si pese a los rezos, la situación no mejoraba, entonces era el obispo el que subía (y no a caballo, como cuenta una leyenda popular) para pronunciar el llamado conjuro de emergencia desde un balcón suspendido sobre la fachada que da al río. No sabemos si el rezo de urgencia daba resultado, pero sí queda claro que el prelado no debía sufrir vértigo (o lo combatía con una doble dosis de fe) para encaramarse en aquel saliente.

Y afrontamos la recta final de la ruta. Una escalera de caracol asciende al cuerpo de campanas, la última estancia visitable de la torre. Solo por las vistas ya ha merecido la pena. Pero no conviene perderse la explicación del guía sobre el tesoro que conserva la Catedral en las alturas. El conjunto de bronces es especial por su sonoridad. Y es que, hasta no hace mucho tiempo, las campanas regían la vida de los murcianos. Debían escucharse en toda la huerta porque avisaban no solo de la hora, también en el caso de registrase un incendio o una riada, y por supuesto gobernaban las tandas de riego. La torre cuenta con veinte campanas, cinco en cada lado. La más pesada, Santa Águeda, con 6.420 kilos (la sexta más grande de las catedrales españolas); la más famosa, San Victoriano (1.158 kilos) conocida como la Nona, por marcar la hora nona (3 de la tarde), cuando murió Jesús en la cruz, según la tradición cristiana. Es fácil distinguirla porque tiene estampada una lagartija.

La visita ha acabado, pero no puede marcharse sin conocer una última curiosidad acerca de este gigante de piedra. Cuando el obispo Mateo mandó su construcción pretendía lanzar un aviso a la vecina Orihuela, que por entonces ya aspiraba a tener diócesis propia. El prelado ordenó que la torre fuera lo suficientemente alta para que se viera desde la localidad alicantina como muestra de poder y dominio. Y vaya si lo consiguió. Si el día está claro, es posible adivinar la figura del campanario de la catedral oriolana. Sin embargo, con el tiempo el esfuerzo resultó baldío, porque Orihuela logró independizarse. Y Murcia ‘solo’ se quedó con un monumento único.

RUBIO, Miguel

La Verdad (05-10-2011)

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