Llega el viajero a Sevilla –son los principios del pasado siglo- y sube a lo alto de la Giralda.
Ahí está el campanero, tocando a vísperas por alguna fiesta. Cuando acaba el repique, ambos se ponen a mirar el paisaje. Señala hacia abajo el campanero y dice:
-Menudo salto ¿eh? Son 95 metros hasta el suelo. Y sin embargo sé de alguien que cayó desde aquí y salvó la vida. Fue un muchachillo a quien una de las campanas arrojó al vacío. Por fortuna pasaba una procesión con música, y el niño cayó sobre el gran bombo. No sufrió ningún daño, aparte del susto y algunas magulladuras.
-Y como te lo contaron me lo cuentas –remata, escéptico, el viajero.
-No, señor –replica el hombre del campanario-. Aquel chico era yo, que cada año voy a la catedral en esa fecha a dar gracias por el milagro.
-Piadosa devoción -dice el viajero. Y añade para sí: “Pero todos los días deberíamos dar gracias por el hermoso milagro de vivir”.
¡Hasta mañana!...
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