La elaboración de una campana es compleja. Por lo pronto, se necesitan dos o tres meses para que los lingotes de bronce, guardados 'como oro en paño' en una pequeña habitación de las herrerías, se transformen en un instrumento afinado que se escuche con nitidez en todos los hogares. Lo primero es la realización de un molde dividido en tres estratos: el interior, llamado 'macho', que descansa sobre unos ladrillos a modo de hornilla y que consiste en un troquel de adobe, arcilla y paja; el intermedio o 'falsa campana', recubierta de cera y grasa animal; y el externo o 'capa', donde quedarán grabados los motivos y adornos que tanto simbolismo entrañan. Finalizado el primer paso, se calienta la matriz mediante fuego de leña. Posteriormente se funde el bronce a temperaturas de entre 1.000 y 1.200 grados centígrados. Llega el momento del vertido sobre la horma, una fase sumamente delicada ya que los artesanos se juegan 'el todo o nada' en un solo minuto. La colada incandescente discurre por las cañerías como el magma serpentea por las laderas de un volcán, sin prisa pero sin pausa. Lo último, una vez finalizado el secado, se procede al acabado de la obra mediante la eliminación de las imperfecciones y el resalte de los motivos ornamentales mediante el uso de pequeños quinqueles. Después vendrán los ajustes acústicos.
Pero los pedidos más frecuentes no son precisamente de fabricación, sino de reparación. Según el maestro fundidor Alberto Damas, «la mayoría de las piezas remozadas en nuestra casa tienen dos siglos de antigüedad, lo que les confiere un significado especial tanto desde el punto de vista histórico y artístico como sentimental». «Además -añade- lo normal es que siempre se quieran conservar las inscripciones, nombres, fechas y las familias o instituciones que financiaron esa campana». Los procedimientos y los resultados finales variarán si se trata de hierro o de bronce. En el primer caso, Damas señala que poco se puede hacer para mejorar el aspecto, «ya que el óxido que se ha ido acumulando con el paso de las décadas no se puede limpiar, por lo que la tarea se centra en la mejora de los elementos de sujeción y engranajes asociados al telecontrol». «Cuando trabajamos con bronce sí se puede realizar una rehabilitación integral, lo que normalmente conlleva la reposición o cambio de yugo, que siempre debe ser de madera, la soldadura de todas las grietas, el pulido de la superficie para dejarla completamente reluciente y la puesta a punto de todos los mecanismos», asegura Damas.
Y es que si hay un enemigo para la armonía, ése es el hierro, un metal más barato y que poco a poco se fue imponiendo en templos, seos y basílicas. «Poco podemos hacer; resulta imposible sacar ni una sola nota», dice con resignación Damas. Todo empezó durante la Guerra Civil, cuando las campanas de bronce fueron retiradas de las atalayas y empleadas para funciones menos nobles que las ceremoniales, administrativas o de socorro. Se emplearon para la construcción de mortíferos cañones y metralla para bombas.
Tradición. Ésa es la palabra clave. Pero también innovación. Aquella imagen del campanero suspendidos en el eter, aprovechando el peso de su cuerpo para lograr los diez o doce vandeos que precedían al primero de los giros, al primero de los toques, quedó en el recuerdo. Ahora sólo hace falta encender el ordenador, seleccionar el tipo de melodía y esperar unos segundos, no más, para que los badajos hagan su trabajo y empiece a sonar la 'filarmónica'. Hasta con el móvil se puede activar todo el sistema. Todo el movimiento coordinado al milímetro, al segundo, sin posibilidad de fallo.
Pasado, presente y futuro. La Historia continúa.
El último trabajo encargado a la Fundición Rosas es el de la rehabilitación de las trece campanas de la Catedral de Guadix. Un trabajo de emergencia ya que algunas de ellas corrían, incluso, serio riesgo de desprendimiento. Fisuras, sistemas de sujeción destrozados, engranajes deteriorados, yugos que reducían la sonoridad... requerían un 'tratamiento' urgente que se está acometiendo en estos momentos.
El conjunto en sí carece de interés histórico y artístico. Fue colocado ahí después de la Guerra Civil, en 1965. Pero su singularidad es otra de carácter más social. Siete de los trece esquilones fueron fabricados con hierro de la tierra, de las canteras de la minas de Alquife. Material del terreno convertido en objeto sonoro. Ésa es la peculiaridad que impide otras alternativas mucho más aconsejables desde el punto de vista armónico como la reposición del cuerpo.
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