MÁXIMO GARCÍA, Enrique - Los sonidos de la ciudad tradicional

Los sonidos de la ciudad tradicional

Desde al menos 8000 años antes de Cristo, la seductora diversidad de la vida urbana, que ofrece la posibilidad de seguir una inclinación personal y autónoma en lugar de continuar la senda paterna, supuso para el hombre un reclamo tan poderoso que le hizo abandonar la ineludible necesidad de vincularse al clan protector y defensivo, a la vez que a la búsqueda itinerante de presas para la caza o frutos para su recolección. Nacía la ciudad, algo radicalmente distinto a la idea de aldea, comunidad o emplazamiento, y, con ella, la confortable sensación de habitarla.
Al igual que sucede con otras especies animales a las que el tiempo y la necesidad de las ventajas ha impulsado a formar grandes sociedades de convivencia, también en las creadas por el ser humano ha triunfado finalmente y de forma rotunda una especialización del trabajo y de los cometidos que cada uno de sus miembros está obligado a cumplir.
Tareas que, a su vez, siempre han llevado asociadas sus características y peculiares voces, propias de cada condición y época, y que, en su conjunto, forman el único e íntimo mosaico sonoro de cada ciudad, unas señas de identidad que no son otra cosa que un sorprendente retrato, elaborado mediante los gritos y clamores que ella misma produce, algo similar al conjunto de reverberaciones que produce un radar o la imagen que, a partir de reflejos, se genera en el cerebro de algunas especies de mamíferos como los murciélagos, los delfines y ballenas.
Juan Guirao, director del archivo municipal de Lorca, ilustró esta algarabía acústica producida del bullir de las gentes de esa ciudad hace tres siglos con las siguientes palabras que enumeraban “el chasqueteo de las tijeras cortando el pelo del paño de los tundidores, los mazos de madera machacando la lana de los bataneros, los fuelles, machos, yunques, tajaderas y martillos de los herreros, el rasguñar de los odreros cosiendo el cuero para las botas de aceite, los de los toneleros que hacen cubas para el vino, el golpetear de los alpargateros y zurradores; el sonido del agua de los tintoreros, el sonido del fuego de los herradores y vidrieros, el del metal de los armeros, el de la tierra de los cantareros, ladrilleros y salitreros, el sonido, en fin, de los tejedores, de los albarderos, curtidores, hiladores de seda, caldereros... y tantos otros”.
Pero también la ciudad ha sido manantial de otros gritos muy característicos, renqueantes como los de los mendigos tocando a la puerta de la sensibilidad de almas y corazones con la letanía de sus desgracias, acompañándose de zanfonas y perros lazarillo, o las cantinelas obstinadas de los pregoneros recorriendo calles y plazas con el anuncio, tanto de las subastas de obras y mercancías como de las mil y una noticias de interés para el común de las gentes.
También el repiqueteo de los martillos dando forma a las piedras ha formado parte del paisaje sonoro cotidiano en los momentos en que las ciudades se han visto inmersas en notables procesos constructivos. No hay duda de que obras como las de la catedral de Murcia, la colegiata de San Patricio de Lorca, el santuario de la Cruz en Caravaca, Santiago de Jumilla o el Arsenal de Marina en Cartagena, debieron animar este panorama con la insistencia de sus rumores.
Y desde finales del XIX, en algunas de sus calles, el resoplido ritmado de golpes que tenía lugar en las imprentas venía a dejarse oir, envuelto en su atmósfera de tinta y grasa, fascinando a los niños del barrio con la sutileza del monstruo de acero y engranajes dentados que manejaba el papel como un virtuoso pianista y el trasiego de operarios enfundados en batas azules, amontonando montañas misteriosamente emborronadas de escritos y figuras de propaganda.
Uno de los días de la semana, el jueves en los casos de Murcia y Lorca y desde los años de la conquista del Reino por Alfonxo X El Sabio, el vocerío del mercado franco se elevaba por encima de los demás, y aún lo hace, a pesar del crecimiento de ambas urbes y de la terrible competencia del ruido de los modernos motores de explosión.
Sírvannos de guía una vez más las palabras del archivero lorquino, para mostrarnos a “los que vocean y venden rosarios, simiente de seda, zumaque para curtir, turrón blanco, garbillos, tijeras, arrope, lienzos, hoces y horcas, esparteñas, caracoles, bonetes, esteras, miel vinagre, jubones, almendras, costales, alpargatas, escobas, manteles, vino blanco y carlón, pimienta, sombreros de palma, esteras, pellejos de becerro, trigo, yeso, ollas, guantes, cordelates, artesas, herraduras, sargas de seda, pasas”, y un sin fin de productos ofreciéndose a gritos y abriéndose paso entre los muros apiñados de la multitud.
Y junto a la algarabía de los hombres, la de las bestias. “Allí el gruñir de marranchones y primales, el balar de cabras, ovejas y corderos, el relinchar de yeguas y rocines, el mugir de bueyes, el rebuznar de asnos que llevan trujamanes aconsejadores en el trueque y la avenencia”.
Envolviéndolo todo, hoy igual que entonces, altivos cacareos de gallos y gallinas, y una nube de minúsculos silbidos procedentes de cientos de inquietos polluelos recién salidos de sus huevos.
Afiladores de hoces, cuchillos y todo tipo de herramientas de hoja y filo pasean sus esmeriles a lomos de mulos, más tarde bicicletas, anunciando habilidades con los melismas de sus flautas.
Y los ciegos, sentados en sus esquinas, pregonan la suerte contenida en los nombres de sus números: el galán..., la mudanza..., la revolución..., el navío..., la dama y el niño..., el escapulario..., la pelea..., el abejorro..., la muerte... .
En un reino como el de Murcia, consumido por el sol y sujeto a los espasmos de un caprichoso clima, el agua ha representado siempre motivo de regocijo y, a la vez, de preocupación, bien fuese por su presencia, por su falta o por desmedido exceso de lo primero.
Fuentes tan significativas como la de Totana, enclavada a un tiro de piedra del Concejo y de la iglesia mayor, señalaron desde siempre, con el estruendo del choque de sus caños contra la piedra, impasibles ante la fugacidad del tiempo, el inmenso valor de lo más simple.
Azudes como los que, a trechos, cortan y sisan las aguas del Segura en Calasparra, Cieza, Blanca, Ojós y Murcia, o del Guadalentín en Lorca y Totana, enclavados unos en los confines de las urbes, otros en su mismo corazón, conducen su valiosa mercancía hacia bancales o incansables molinos de harinas y pimentón.
Norias de siglos, enormes y minúsculas, de madera o hierro, en Abarán, Lorquí, La Ñora o Alcantarilla, escancian sustancia para huertos y viviendas con el repiqueteo inconfundible de sus gotas y caudales, y sajan el aire con el quejido del óxido que va devorando sus ejes.
Pero también la Huerta suena.
Lo hace con independencia de los mil gritos con los que las ranas de acequias y meranchos, y los grillos, centinelas de veredas, saludan la caída de la noche y sus vapores, al tiempo que reclaman con descaro y sin pudor los alivios frenéticos que su sexo exige y pregonan sus parcelas de territorio bajo posesión íntima.
Y suena al compás de una campanilla con mango de madera y tras la senda estrecha de un farol.
En el Rincón de Seca, Santa Cruz, El Javalí, Alcantarilla o El Palmar, las noches de singulares épocas del calendario se impregnan con pentagramas de arcaicas melodías polifónicas, algunas de cansina y salmodiada insistencia, y otras de animado ritmo al que acompañan violines, guitarras, bandurrias y alguna que otra botella de anís.
Pero también el campo sabe unirse a este clamoroso despertar de la aurora. Y lo hace en sus zonas altas de Abanilla, Yecla, Bullas y Barranda o entre los dormidos peñascos del inmóvil buque de Aledo.
Toda esta variopinta algarabía de cuerdas, trenzadas con gargantas y senderos de huerta o monte, tiene también su contrapunto sonoro en las ciudades.
Y lo tiene, por excelencia, durante la primera luna llena tras el equinoccio de primavera, en un tiempo de siete días que se ha venido en llamar sagrado y en el que las calles hierven de griterío sobre el que cabalgan, a ritmo binario y con esfuerzo, los clarinetes, saxofones y trompetas de las marchas procesionarias.
A veces, por entre la oscuridad y los cirios, llega a desatarse el silencio. El aire se condensa para ser cortado en aristas por los desgarros de una saeta de dolor humano ante el teatro ambulante de otro drama de mayor calado.
Y cuando el dardo calla por fin entre agonía de interminable sílabas, el cristal de la emoción del gentío revienta en palmas y gritos. Y nuevamente prosigue el compás uniforme de las cajas.
Sin embargo, nada es comparable al paroxismo tintado de azul y blanco que se apodera sin medida de Lorca en la noche del viernes de esa semana, para ver desfilar los personajes más míticos de la Historia Sagrada, enterrados bajo infinitesimales matices de seda.
Una salvaje inundación de corazones sin cuerpo y gargantas sin límite se adueña del espacio, se propaga a través del polvo que levantan pezuñas de caballos, ruedas de carros e infinito orgullo, para convertirse en un terremoto de amor hacia dos emblemas con forma de mujer y con nombres de dolor y amargura.
Pero también el aire ha temblado desde siempre en Mula y Moratalla, en las horas profundas del tránsito de la Luna. Lo sigue haciendo hoy hasta que la sangre chorrea por las manos que golpean contra la tensión de los tambores. Y no se detiene hasta que la Tierra, también herida, se siente partícipe del pasmo y abre su seno, un año más, para permitir el descenso de Cristo a los Infiernos.
Otras cofradías, en las horas de la noche y en extintos tiempos, cargaron sobre sus cuerpos la penitencia de otras almas acaso demasiado alegres. Arrastrando cadenas y disciplinas, las cofradías del Pecado Mortal visitaban las casas animadas por bailes y vida licenciosa para, entre lamentos y terror, librarlas del yugo del Maligno.
Pocos son los pueblos que, a su vez, no han desnudado las emociones íntimas de sus gentes retratándose sonoramente en las romerías de patronos y vírgenes.
Desde el coro de bocinas marineras que cada dieciséis de julio acompaña a la Virgen del Carmen cuando es paseada en barca por las aguas de Pinatar, Mazarrón o Aguilas, con escolta de gallardetes y sirenas, hasta los estruendos de los arcabuces y el olor arrebatado de la pólvora con los que Yecla acompaña la bajada de la Inmaculada desde su particular cielo en el castillo.
Caravaca y Abanilla celebran con batallas incruentas de cimitarras, alfanjes, yelmos, escudos, capas, puros, infinitas lentejuelas y un enmarañado estruendo de marchas que aseguran ser moras y cristianas, el paseo por las calles de su Santa Cruz, mientras que Jumilla sumerge agosto en el océano púrpura del primer jugo de la uva.
Por su parte, en los días en que el verano anuncia su llegada, la Iglesia celebra, tal vez para compensar el frenesí pagano de la inmemorial fiesta de las hogueras, la manifestación pública de Dios en la calle: el Corpus.
Los templos, como flores maduras, se abren a las ciudades que los cobijan mientras que inciensos, ramajes y colgaduras en balcones transforman sus calles en naves de una efímera catedral gigante con bóvedas de aire, por las que pasea el carro de otro sol, también con la forma geométrica del círculo aunque esta vez hecho con pan.
Junto a estandartes, niños de blanco y gentío con trajes de domingo, acompañan su andadura y anuncian su paso cánticos, hoy, por desgracia, sólo banales.
En otros momentos lo hicieron las educadas voces con las que el clero cantaba a su Señor, entre secuencias gregorianas, salmodia, polifonía y la ayuda clamorosa de chirimías, cornetas, bajones, sacabuches, arpas y órganos portátiles.
Gigantes, cabezudos, dragones y toda la fauna de un tiempo mítico y perdido, previo aún a la luz de lo Trascendente, daban paso a los danzantes, generalmente gitanos, con sus vestimentas multicolores, zapatillas de esparto, guitarras, dulzainas, castañuelas y muchas picardías.
En el interior de los templos, repletos de velas y flores, el cabildo catedralicio o los distintos cleros parroquiales compiten en la majestuosidad y boato de sus ceremonias con los patronos y propietarios de las diferentes capillas, las más dedicadas a sepulcro de sus linajes y a la honra de sus santos protectores.
Al tiempo que los canicularios expulsan a perros y sabandijas de los lugares sagrados, las gentes se arremolinan junto a los altares para fascinarse ante el enigma de los gestos y conquistar, con la suma de indulgencias, los peldaños que ascienden hasta el cielo.
Mientras, en sus tribunas y por mano de sacristanes, los órganos van destilando de sus entrañas de madera, estaño, latón y plomo solemnes armonías de alabanza que trascienden, amortiguadas, más allá de los muros protectores de piedra o ladrillo.
Pocos son los testimonios de estas mecánicas sonoras, contemporáneas muchas de ellas, en su conjunto y cada una de sus partes, de la ciencia y la técnica que iban conquistando anónimos creadores contemporáneos de Newton, Franklin o Humboldt. Guerras, desamortizaciones, olvido e incomprensión de sus arcaicos mecanismos los obligaron a enmudecer de manera desgraciada.
Las parroquias de Ricote y Alguazas, los conventos de San Francisco de Lorca, las carmelitas de Caravaca y dominicas de Murcia, la ermita de Santa Eulalia en Totana o la propia Catedral custodian todavía, en dispar estado de conservación, espléndidos testimonios de ese pasado musical en los que se conjugan disciplinas tan diversas como ebanistería, mecánica, metalurgia, acústica o armonía.
Pero, por encima de todo, se escuchan las campanas.
Colgados de las torres, montañas artificiales con las que el hombre ha buscado conectarse con el infinito, estos vasos de bronce nacidos del barro entre vapores de estaño y llamaradas de fuego han estado desde siempre ligados a los tránsitos y mudanzas importantes del hombre y la comunidad urbana.
De sus múltiples tareas debe destacarse las que se proclaman en su repetido manifiesto: “vivos voco / mortuos plango / pestem fugo / festa decoro / fulgura frango”. Es decir, convoco a los vivos, lloro a los muertos, pongo en fuga a la peste, alegro las fiestas y ahuyento tempestades.
Bendecidas como un elemento más de la liturgia, muestran en la parte exterior de sus cuerpos una serie de inscripciones, esculpidas en el momento de fabricación de sus moldes, con el fin de que permanezcan inalteradas hasta que una nueva refundición las consuma otra vez en el fuego.
Junto a detalles meramente informativos sobre el patrono y, con menos frecuencia, el fundidor, aparecen, casi siempre fajando la parte superior de la cúpula del vaso, es decir, la cabeza, antífonas o imprecaciones dirigidas a los santos protectores en cuyo nombre suenan.
De esta manera, el metal cobra una nueva dimensión y la campana presenta dos voces: una, la física, no es otra cosa que la muy compleja suma de armónicos que se superponen al “hum” primordial; la otra, la más importante sin duda, la metafísica, no es más que la repetición insistente de la frase grabada en la epidermis hasta que permanecen los últimos rescoldos de la vibración.
Muchas son las leyendas que desde antiguo han venido esculpiendo una y otra vez los fundidores. De entre todas, la más recurrente y que más deja entrever el carácter protector añadido de estos vasos sonoros es la que se encuentra en los llamados “de conjuros”, es decir, aquellos que suenan con el fin predeterminado de proteger activamente contra las tormentas y cuya presencia es extremadamente frecuente en regiones agrícolas como las de Murcia o Valencia. Y dice así: “¡He aquí la cruz! / ¡Huid partes adversas! / ¡Venció el León de la tribu de Judá / y de la estirpe de David! / ¡Aleluya!”.
La presencia añadida, desde finales del siglo XVI, de una cruz, con o sin los clavos del suplicio pero siempre sobre un monte Calvario a modo de escalera y orientada hacia la parte externa del hueco de la torre, las transforma, además, en un formidable talismán defensivo, similar al pararrayos frente a las descargas eléctricas de las tempestades. Tales son, en la Catedral, los casos de “La Mora”, fundida a fines del siglo XIV, y una de las dos mayores, la del norte, fundida por el jiennense Fernando Venero en 1790.
Otras, por su parte, nacieron con el fin exclusivo de marcar el paso de las horas, bien fuese en torres civiles independientes, como las de Bullas, Calasparra, la desaparecida de Lorca o la del Arsenal de Cartagena, o compartiendo espacio con las estrictamente eclesiales como la de Alhama. De todas ellas, la más antigua, del siglo XV, todavía retumba en la Colegiata lorquina y la más soberbia corona desde los tiempos de Felipe III el ayuntamiento de Cartagena.
Por desgracia, todas estas voces quedaron hace tiempo engullidas por la ciénaga de asfalto, humos y tráfico que ha acompañado al progreso y en la que el ruido y la prisa son las dos únicas especies que engordan y prosperan.
Sin embargo, un asomo de esperanza se vislumbra en este caos: con paciencia y el descaro que les concede su escasez de fortuna, los músicos de la calle han ido ocupando las esquinas del corazón de la ciudad, desbastando el aire con la ternura que fluye de gastados acordeones, violines, flautas, guitarras, y el interrogante de sus ojos.
Démosles la bienvenida y abramos generosidad y bolsillos porque nos han devuelto, transformado en melodía, el perdido romance que las hojas de los huertos urbanos habían venido entonando desde la Edad Media.

Nota del autor: Te envío dos escritos por si puedes colgarlos en la página. El de los relojes mecánicos no recuerdo si te lo envié o no. El otro es un vídeo fallido (y no pagado después de haber sido encargado y trabajado) para una serie de la Televisión Murciana. (08-12-2006)

MÁXIMO GARCÍA, Enrique (08-12-2006)
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