Durante siglos, en Europa, hubo dos grandes poderes, políticos y económicos, que trataban de ordenar el mundo a su manera. Por simplificar podrías llamarlos la Iglesia y el Estado, o el poder religioso y el poder civil.
Esta forma de dominio iba asociada, también, al control del espacio y del tiempo: solamente podían construir hacia arriba los más poderosos, y éstos también tenían las llaves (nunca mejor dicho) del tiempo comunitario.
Así se desarrollaron, en el centro de Europa, unos edificios que rivalizaban en altura y en sonoridad, para albergar los relojes monumentales, que eran en aquellos momentos, junto con las campanas, la única manera de organizar el tiempo común. El desarrollo de estos edificios civiles, generalmente municipales, propició también la evolución de las campanas: desde un grupo que hace señales sonoras para llamar a ciertos actos, hasta un conjunto más organizado y afinado de campanas que pueden tocar cualquier grupo de melodías.
Pensemos en el ejemplo de Brugge (o Brujas) en Bélgica, cuya torre municipal es más alta que el campanario de la Catedral, y alberga muchas más campanas. En esta torre, ubicada sobre el propio Ayuntamiento, hay un carillón de 36 campanas, dotado de una enorme maquinaria de reloj, que siguen funcionando, y que toca cada cuarto de hora una breve melodía automática. También hay un funcionario municipal, el carillonista, que todos los días hace un breve concierto a mediodía, y los sábados, día de mercado y durante el mismo, uno mucho más largo, que sirve de acompañamiento musical a las compras por la calle. Como esta torre hay docenas, si no cientos, en todos los Países Bajos, Bélgica y el Norte de Francia.
En nuestras tierras, sin embargo, se llegó a una situación diferente. Así, en la ciudad de València, cuando compraron en 1374 el primer reloj mecánico de la península (el llamado "reloj viejo” cuya calle aún existe) se dieron cuenta que el ayuntamiento carecía de torre elevada, mientras que la Catedral estaba construyendo la suya. Y así, a principios de 1400 llegaron a una “Concordia” (hermosa palabra) que organizaba un mismo edificio para dos fines diferentes y bien separados. En la parte superior estaban las campanas fijas del reloj, dedicadas exclusivamente a dicho fin, mientras que por debajo estaban las campanas litúrgicas, que también organizaban ciertas actividades sociales y comerciales de la ciudad. En consecuencia la torre del Micalet, aunque tenía una sola escalera, era (y es) accesible por dos puertas diferentes, una para el Ayuntamiento y otra para la Catedral, de manera que ambas confluyen a un patio descubierto frente a la única escalera de acceso. Lo del patio descubierto tiene su importancia, porque así ninguno de los dos tenía privilegios a la hora de acceder al campanario.
Este modelo de concordia se extiende por prácticamente toda la península, aunque no faltan las variaciones, algunas muy interesantes. Sin irnos de la Comunitat Valenciana, en la práctica totalidad de las poblaciones del norte, en la llamada provincia de Castelló, la titularidad, o sea la propiedad de las torres es municipal, y es el cura el que pide permiso al alcalde para tocar las campanas. Sin embargo en el centro y en el sur se da mucho más el modelo de concordia que ya hemos dicho.
No obstante, hacia el sur de la actual comunidad, se da un ejemplo que se parece en parte al modelo belga: se trata de la construcción de campanarios independientes, por parte del ayuntamiento, para colocar el reloj y sus campanas, de manera que el tiempo, que siempre ha sido organizado por el municipio, se ubique no solo en una zona particular de la torre, sino en un edificio propio. Y, además, algunos de estos edificios, estaban dotados de un “tardón”, que es una palabra técnica que indica “autómata que toca las horas o los cuartos, y que mueve alguna parte de su cuerpo a cada toque”
Un buen ejemplo, aún vivo, es la torre municipal de Elx, donde los personajes apodados popularmente como Calendura y Calendureta tocan las horas y los cuartos, respectivamente, en unas hermosas campanas góticas. Otro tardón conocido era la mona de Caudete, de la que sólo queda el recuerdo, y el Orejón de Villena.
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