BARBER, Llorenç - La ciudad y sus ecos

notas tras la naumaquia a isaac peral

todo fue bien. si el día había sido lluvioso, incluso en exceso, la noche se presentó húmeda, no seca, y (lo que es fundamental) sin vientos. desde que comenzó la impactante y majestuosa entrada de tambores camino del combate y de la ubicación de sus escuadras hasta el comienzo del concierto, la noche se sosegó y la luna hacía amagos de no querer perderse el primer concierto-paisaje del que tenemos memoria.
la expectación era total. también la incertidumbre: ¿qué íbamos a escuchar? ¿cuántos ritmos, timbres u otros musicales detalles percibiríamos con nitidez o perderíamos irremediablemente? ¿cómo iban a empastar los sordos sonidos de cuero con las ultrarresonantes campanas? ¿o las románticas y graves bocinas con los tremendos disparos de cañón? ¿qué ocurriría con los chifles: se escucharían sus solos? ¿y los extraños tubos de armónicos? ¿estaban bien calculadas las distancias y bien dispuestas?
por supuesto hay lejanías que nadie puede cambiar (las campanas, los buques de guerra), pero otras sí: los grupos de tambores, la ubicación de los cañones que envolverían como patas de cangrejo el total sonoro, los fuegos de artificio, utilizados durante el concierto desde el castillo de la concepción.
las preguntas se amontonaban a medida que el concierto se acercaba
. nadie podía ya cambiar nada y el público comenzaba a agolparse en el puerto. tímidamente, una tras otra aparecieron las velas que nos iban a acompañar cuando la ciudad quedase a oscuras para escuchar tan peregrina aventura sonora. la suerte estaba echada.
sonaron los tres cohetes pausados y serios. la sirena de bazán lanzó un solo en la oscuridad y el primer alivio: en el puerto, mientras la gente comenzaba a callarse, lográbamos oírla. tras ella, las bocinas de los buques hacían su acto de presencia y el tintineo de las campanas más distantes llegaba tímidamente. para quienes estábamos en la explanada junto al mar nos llegó una sorpresa inesperada: el ascender silbante, a nuestras espaldas, de las primeras ráfagas de volcanes y sirenas de fuegos aéreos que el mago y poeta de la pólvora en colores, cañete, había preparado con esmero para nosotros. e, inmediatamente, tres disparos de cañón.
y una primera reflexión: todo se percibía y todo empastaba, pero estábamos al aire libre y la nitidez y potencia sonoras se apreciaban menguadas. claramente constatábamos que nada atronaba y que había que hacer un ejercicio de localización de nuestros oídos para atender a lo que llegaba. acostumbrados a los efectos especiales del cine, al dial de radios y aparatos de música enlatada o a zambullirnos en salas donde el estruendo nos abofetea, aquí nada era parecido: todo cabía y se movía suavemente en el espacio, los rebotes sonoros eran audibles pero asumibles, sin violencias. todo era natural, todo ocupaba su sitio y había sitio para todo. las lejanías matizaban y amortiguaban.
tras el tutti en largo crescendo del comienzo, el milagroso y pajarero solo de los chifles llegaba misterioso desde la salada oscuridad.
y aparecieron los tambores. un solo (casi una cadenza) como cascada plurifocal de ritmos en amontonado sucederse. al serio batallar de estas auténticas milicias urbanas, de sonoridades decididas, rotundas, secas y arrebatadoras, le sucedería un aleteo de armónicos que nos llegaban en volandas desde los buques y barcazas: otro milagro para mí, los tenues armónicos eran audibles desde el muelle ¡eureka!
a medida que la obra transcurría, las sorpresas se fueron trocando en diálogos de lejos-cerca, de campanas-bocinas, chifles-sirenas, tambores-cañones, etc.
pero, ¿todo iba bien? la cronometría era perfecta y el sucederse-amontonarse de los eventos sonoros discurría según dictaba la partitura. sin embargo, dos hechos enturbiaban nuestro gozo: desde el muelle no se lograba oír al numeroso grupo de tambores situados en el dique de curra, a la entrada del puerto, por lo que su preguntar desde el otro lado de la bahía, en busca de la respuesta de sus fraternales compañeros, a nuestras espaldas, nos lo perdíamos. ¿error o capricho y guiño de la geografía? ni lo uno ni lo otro. o tal vez todo junto, más la presencia de las ineludibles leyes físicas. en efecto, las ondas sonoras lanzadas al aire desde la curra pasaban por encima de nosotros. quienes estaban en balcones y terrazas frente al mar sí tuvieron la fortuna de ser testigos de este conversar sonoro. pero el delirio fue en las alturas del monte de la concepción, viejo núcleo fundacional de la ciudad. desde tan inaudito anfiteatro no sólo se escuchaban con nitidez los mensajes que se envíaban desde el fondo de la bahía sino que, además, la ciudad se convertía en una catarata de bronces, clamorosa, vibrante, inmensa.
y, por otro lado, uno de los barcos de pesca que se acercaba excesivamente al muelle enturbiaba con los monótonos y fastidiosos ruidos de su motor los destellos de tanta y sutil belleza: ¡una pena!
salvo estas contingencias (resueltas pronto en lo referido al motor no invitado), todo lo demás estaba siendo sorprendentemente perfecto. eficaz fue de modo especial el encadenamiento sucesivo de los bloques sonoros (campanas lejanas, bocinas, tambores, cañones, campanas de buques, campanas cercanas, chifles y silbos de fuego) que formaba el gozne central de la obra y preparaba el fugado tutti espacial con que corona la desmesurada propuesta, entre las efímeras y maravillosas luces de los fuegos de artificio que, disparados desde la curra, nos los devolvía el mar en espejo multiplicando su resplandor.
cuando, recuperado el bullicio callejero, mientras las escuadras hellineras se iban retirando, encendidas con sus obsesivos ritmos, vimos qué cuidado familias enteras ponían en dejar sus velas todavía encendidas junto al submarino del inventor peral, pudimos ser conscientes de una nueva dimensión de este concierto: el mismo alma de la ciudad se había hecho presente a la llamada de nuestro conjuro.

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    © BARBER, Llorenç (1997)
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    Actualización: 19-04-2024
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