PUCHOL TEN, José Manuel - Aquella Semana Santa alcorina. Historia personal

Aquella Semana Santa alcorina. Historia personal

Allá por los años cincuenta a sesenta del pasado siglo yo era monaguillo, ya saben, un mocito que en los actos religiosos vestía sotana roja y roquete blanco. La sotana negra, más seria y respetada en nuestros niveles clericales, estaba reservada al sacristán o estudiantes al sacerdocio (presbíteros aparte).

A estas alturas del calendario recuerdo con nostalgia aquella Cuaresma. Desde su inicio el miércoles de Ceniza y hasta Semana Santa, los viernes por la tarde me desplazaba hasta nuestro magnífico Calvario. Junto con otros compañeros, acompañábamos al sacerdote en el rezo y cantos del Vía Crucis, asistían un buen número de fieles mayormente mujeres. Una labor, que cuando en calidad de monaguillos (capeteros) éramos citados o llamados a atenderla, nos satisfacía enormemente, porque aquella tarde, ese servicio nos libraba del cole además de recibir del profe el “plácet” de buen chaval.

L´Alcora cuenta con un respetable y bien cuidado Calvario, que en zig-zag asciende hasta su cima coronada por el Ermitorio del Santísimo Cristo. Durante el recorrido y colocadas equitativamente, están distribuidas una serie de capillitas nominadas las estaciones del Vía Crucis. Sus hornacinas nos mostraban la Pasión, mediante pequeños murales de azulejos de 15X15 pintados por D. José Cotanda Aguilella, Hijo Predilecto de la Villa.

En la actualidad dichas capillitas contienen igualmente la Pasión, pero con placa cerámica unitaria de bella factura, realizadas por el mismo autor. Fueron construidas en 1981, expuestas al pueblo en 1982 e inauguradas en el intermedio de la procesión del Cristo de 1983. Una mejora que fue posible gracias al bueno de Mn. Amorós, que en 1979 solicita a la Muy Noble, y en concreto a D. José Cotanda, la realización en majestuosa placa de cerámica de las mentadas estaciones y que estas fueran iguales a las existentes antes de 1936, procedentes de la Real Fábrica de Cerámica del Conde de Aranda.

Con la llegada del Domingo de Ramos, y el canto en latín del extraordinario evangelio de la Pasión, se abría la puerta a la Semana Santa. Las imágenes y cruces debidamente tapadas de morado, que como velo protector, eran liberadas de la atención de los fieles, para que estos centraran su admiración o rezo exclusivamente al hecho de la Pasión. También teníamos dispuestos y ensayados los cantos y los utensilios propios para el cúmulo de trabajo que se avecinaba. Lo último era limpiar y tener lista la Carraca, un instrumento de percusión por martillo, de estruendoso ruido, que hacía las veces de “toque” o campana durante las jornadas de jueves al sábado santo incluido. Quedaban tácitamente en absoluto silencio: Las campanas, la radio, altavoces, sirenas, etc. también se cerraban los cines.

Aquella semana santa se iniciaba con el Solispasa, reservado a los martes y miércoles. Un cubo lleno de una masa medianamente espesa, compuesta de harina y salvado, que en pequeñas porciones se echaba sobre el dintel o la propia puerta del vecindario. Los martes se visitaba las fábricas y talleres, y los miércoles se hacía el recorrido general urbano. Además llevábamos un gran capazo de esparto donde se guardaba la “replegà” compuesta de pequeños donativos.

Jueves Santo y el propio Viernes, eran bastante similares a la actualidad: Oficios, procesión, exposición del Monumento, etc. pero había una tradición (hoy desaparecida) de suma importancia en aquellos años cincuenta/sesenta, que con ligeras modificaciones aún se mantenía viva en aquel entonces. Se trata, de que en las iglesias y alguna ermita -casi todos los lugares de culto-, se preparaba como un pequeño catafalco en el pasillo central, junto al Presbiterio, donde quedaba expuesto el Cristo Yacente. Las tardes de los luctuosos días, una vez ultimados los oficios religiosos era costumbre visitarlas. Se guardaba mucho respeto. Recuerdo a la Congregación de los Luises, Mayoralas de la Virgen de los Dolores, y juventudes de Acción Católica, pasar en grupo por los lugares de veneración, y entre uno y otro, aprovechaban el trayecto para rezar el Vía Crucis o el Santo Rosario. La Iglesia Parroquial, Sangre, San Francisco, el Calvario (con rezo del Vía Crucis incluido), y la Capilla de Marco, eran los lugares descritos. El recogimiento y la seriedad eran patentes en la práctica totalidad de la población.

Llega el sábado de gloria, llega el júbilo. La Misa de Gloria la esperaba con delirio. Con la luz que daba el ascua de un pitillo, subía los peldaños del campanario para ver a los mayores como se preparaban para el “Vuelo General de Campanas”. Cuando Mosén Ignacio Mechó, ya superadas las doce de la noche, desde el altar entonaba el “Gloria In Excelsis Deo”, me estremecía. El silencio de aquella lúgubre noche, era roto con el estruendo ensordecedor que emitía el volteo de los cuatro majestuosos bronces. Un hecho de los que quedan a perpetuidad en la memoria de uno. Vivencias imborrables de una Semana Santa, junto al grato recuerdo de aquel grupo de monaguillos, que a buen seguro nunca olvidaré. Un sentido abrazo a Javier Escrig Amorós, Germán Gallén Grangel y Vicente Manselgas Paús, inolvidables compañeros capeteros, que lamentablemente marcharon muy jóvenes, antes de hora.

Es momento, como final de la presente crónica, hacer honor a Mosén Tomás Calduch (Tomás Bernabé Calduch Cano), un venerable varón, que en el canto del famoso sermón de la Pasión, siempre ocupaba el pulpito izquierdo de los dos que tenía nuestra iglesia parroquial, así lo recuerdo.

PUCHOL TEN, José Manuel

El Periòdic (21-03-2019)

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