JORDÁ, Eduardo - Campanadas de París

Campanadas de París

Ver desplomarse la aguja de Notre Dame es una imagen demasiado dolorosa de nuestro propio presente

Si no recuerdo mal, las campanas de Notre Dame tocaban tres veces al día: temprano por la mañana, a la hora del Ángelus y a la puesta del sol. Los domingos tocaban dos veces más. Muy cerca de Notre Dame hay una prefectura de Policía y el ruido de las sirenas de los coches patrulla se juntaba a menudo con las campanadas de la torre sur. Lo sé bien porque estuve viviendo medio año a cincuenta metros de Notre Dame, en el Quai du Marché Neuf, y había veces en que era muy difícil soportar el ruido, sobre todo cuando los estudiantes de los viajes de estudios se ponían a cantar en el Pont Saint-Michel. Cuando sonaban las campanas, uno se imaginaba al pobre Cuasimodo, el campanero sordo y jorobado, tocando las campanas para atraer la atención de la gitana Esmeralda: "Escúchame, Esmeralda, escúchame". Pero vivir en aquel lugar, en la Île de la Cité, tenía sus ventajas. Los domingos a primera hora no había nadie en Notre Dame ni en los jardines que daban al Sena, donde hay un memorial para los judíos deportados durante la ocupación. Y lo mejor era ir caminando poco a poco hacia la otra isla del Sena, la isla de San Luis, y mirar Notre Dame desde atrás, con esos arbotantes -creo que se llaman arbotantes- que surgen del agua y que el poeta Charles Péguy asociaba con un buque misterioso -ligero y alado en vez de marino- en el que los buenos parisinos tenían que remar como si fueran galeotes.

¿Por qué nos ha afectado tanto ver cómo se derrumbaba el pináculo en llamas de Notre Dame? Si lo comparamos con lo que ocurrió el 11-S en las Torres Gemelas de Nueva York, el incendio ha sido una minucia, pero de algún modo nos ha dejado con la sensación de que algo muy importante para nosotros se había venido abajo. Europa es frágil y cada día que pasa va perdiendo peso e importancia en el mundo. Y por eso mismo, ver cómo se desplomaba la aguja de Notre Dame era una imagen demasiado dolorosa de nuestro propio presente. En un mundo en el que todo tiene la consistencia de un tuit, Notre Dame y todo lo que representaba -la tradición, la cultura, nuestro pasado común, una religión que era también una de las formas más nobles del humanismo- venía a ser para nosotros un centro de gravedad permanente, como cantaba Franco Battiato, que nos permitía conservar una mínima fe en nuestras propias posibilidades como europeos. Echaremos de menos esa aguja y esas campanadas.

JORDÁ, Eduardo

Diario de Sevilla (17-04-2019)

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