MUSEO DE PADIERNOS - Toda una vida, Toda una historia

Toda una vida, Toda una historia

La historia de mi vida, como todas, es difícil de recordar, sobretodo en sus inicios. Por ello me he visto obligado a analizar situaciones, comparar culturas, imaginar momentos y oír tradiciones, para interpretarla y comprenderla. Larga, compleja y aún inacabada, se ha visto salpicada de distintos momentos, unos de mayor esplendor y otros en declive, transcurriendo siempre al ritmo de los quehaceres y avatares de las gentes que me han poblado.

Los primeros recuerdos de mi existencia están confusos en mi memoria, y es que sé de ellos a través de lo que me han contado mis antepasados.

Nací en la edad de hierro, ¡fijaos, 700 años antes de Cristo! Supongo que fue por aquel entonces, como así lo atestiguan las ruinas del castro celta encontradas al norte del término en el límite con el de Valdurrexa (hoy Sanchorreja). En un principio mis pobladores fueron en su mayoría autóctonos, instalándose posteriormente los vetones. Los primeros pasarían a ser el sustrato servil dedicado principalmente al pastoreo, mientras que los segundos serían la casta dominante, gobernando y defendiendo el castro.

No estaba sólo en aquella época, pues circundando el valle también tenía los vecinos de Ulaca (Solosancho) y las Cogotas (Cardeñosa).¡Es curioso, con el frío que hace por estas tierras, y todos nos asentamos en lo alto de la sierra! Todo tiene su explicación, elegíamos lugares de difícil acceso y desde los que poder divisar fácilmente los alrededores. Además, el ganado podía disfrutar de los pastos que ofrecía la montaña.

El castro de los Castillejos ocupaba una superficie de 650 x 200 metros. Contaba con una defensa natural de dos profundas cañadas al norte y al sur, mientras que al este y al oeste se extendía una muralla de unos 2.250 metros de longitud, hoy en su mayor parte destruida. En el interior del recinto se han encontrado un total de 17 chozas de distinto tamaño y distribuidas de manera irregular; de planta rectangular, exentas o adosadas a las rocas, con techos de troncos recubiertos de retamas y lechada de barro.

Como huellas de este asentamiento cabe mencionar todos los restos encontrados en las distintas excavaciones realizadas a partir de su descubrimiento en 1.929 por el historiador D. Claudio Sánchez Albornoz. Se han encontrado cerámicas realizadas a mano, de paredes muy finas y decoración bicrómica (característica singular de este castro). Aunque muy escasos, se han encontrado en bronce algunos objetos de uso y adorno personal como pendientes, colgantes, broches de cinturón, brazaletes, agujas, fíbulas, leznas; y en hierro útiles de trabajo como cuchillos, punzones y hachas. Destaca la ausencia de armas, tan sólo han aparecido fragmentos de escudo y algunas puntas de lanza y de flecha.

Otro vestigio de este periodo son los verracos; esculturas zoomorfas de carácter religioso-funerario talladas en piedra. Hasta la fecha han aparecido dos; uno en Muñochas, hoy en paradero desconocido y el otro en la Huerta del arroyo, actualmente en Aldealabad.

Doscientos años después la zona atravesó una época de inestabilidad política. Se generalizaron las armas de hierro y se reforzó el castro con doble amurallamiento y entrantes y salientes para asegurar eficazmente la defensa, con la innovación de estar dividido en recintos para guardar el ganado incluso en estado de sitio. Los animales más comunes eran cabras, ciervos, caballos y jabalís.

A pesar de este periodo se mantuvo la comunicación y el intercambio con los castros de la zona; no olvidemos, que gracias a su particular localización era posible comunicarse por señales.

La estancia de mis antepasados en este lugar termina en el siglo IV antes de Cristo con el abandono del castro de los Castillejos; su desaparición es aún un misterio. Probablemente emigraran en busca de un terrero mejor y más accesible, fundando el castro de Chamartín; cuya cronología inicial coincide con el final de los Castillejos, y su construcción es muy similar.

Con la toma de Numancia por las legiones de Escipión Emiliano en el año 133 a.c. los romanos se instalaron definitivamente en el centro de la península Ibérica, lo que supuso que los castros de esta zona fueran severamente castigados, romanizándose y obligados a asentarse en el valle.

Así que mi educación infantil fue romana, de la que posiblemente me quedara el nombre. “Paternus”, cognomen latino del que hay constancia en testimonios epigráficos del Ávila romana, pudo ser un patricio romano que dejara la ciudad para fundar una villa en el campo; fenómeno muy habitual en los siglos III y IV d.c. Esto quiere decir que mi nombre más probable sería “Villa Paterna”, puesto que la ley romana obligaba a las villas a conservar el nombre de su fundador o propietario.

En este contexto podríamos señalar dos posibles asentamientos: uno enclavado en el paraje denominado “Cinco Villas” y otro en el cerro de las Campanillas, junto a la calzada romana que comunicaba con Obila (Ávila). En ambos han aparecido restos de cerámica, urnas, baldosas y diversas monedas, a pesar de no haber sido excavados.

Como vestigio romano más importante me quedó una fuente situada en la parte alta de la plaza, conocida como “la fuente de arriba”. Se encontraba en un recinto abierto al que se accedía bajando dos escalones. El suelo estaba empedrado y rodeado por paredes de piedra semilabrada de un metro de altura, rematadas por cuatro losas, dos a cada lado. Además, constaba de un arco de medio punto cubierto por dos lanchas, debajo de las cuales se encontraba el manantial propiamente dicho, rematado por una piedra a modo de dique con un rebaje central que hacía de rebosadero y que comunicaba con un caño hasta el río. Lamentablemente, a mediados del siglo XX fue sustituida por un pozo artesiano y sus piedras utilizadas para construir la casa del maestro.

A principios del s. V comienzan las invasiones bárbaras y con ello la decadencia del imperio romano, pero no es hasta finales del s. VI y pleno s. VII cuando los pueblos visigodos dejan huellas arqueológicas en la provincia. Una de ellas la encontramos en la necrópolis de la dehesa de Montefrío, donde aparecen un conjunto de tumbas antropomorfas excavadas en piedra; enterramiento típico de esta cultura.

Mi época de adolescente fue muy confusa, como todas; coincidió con la invasión musulmana de la península Ibérica. Corría el año 714, cuando a partir de la batalla de Guadalete las tropas cristianas castellanas cedieron ante el empuje invasor. Durante los tres siglos siguientes cambiamos hasta cinco veces de bando; unas a manos de los caudillos moros y otras a manos de los condes castellanos. Posteriormente en el año 985 el temible Almanzor mandó arrasar la zona, quedando completamente despoblada como el resto del valle del Duero; lo que se conoció como tierra de nadie.

Un siglo después, a raíz de la reconquista de Toledo en el año 1.085, el rey Alfonso VI encargó al conde D. Raimundo de Borgoña la repoblación de los territorios comprendidos entre los ríos Duero y Tajo. ¡Este fue mi impulso de juventud! A estas tierras fueron llegando en grupos o familias campesinos del norte de la península, que fundaron nuevos pueblos o reconstruyeron los ya existentes. Concretamente, los que aquí llegaron eran procedentes de la comarca riojana de la Cinco Villas, de ahí que uno de mis parajes conserve dicho nombre.

De esta época data la segunda teoría acerca del origen de mi nombre. Probablemente un repoblador llamando “Paderno”, nombre que aparece en algunos documentos medievales y que era habitual entre los habitantes de Castilla en los siglos XI y XII; vino a asentarse en estas tierras, a las que dejó su nombre, como era habitual en aquella época. De hecho, la inmensa mayoría de los pueblos de esta vertiente del valle Amblés llevan el nombre de su repoblador: Muñogalindo, Muñopepe, Muñochas, Múñez, . . .

Sin embargo la leyenda dice que mi nombre procede de un suceso ocurrido en tiempos muy antiguos. Existía en las inmediaciones una villa o casa de campo que pertenecía a un hombre rico que tenía dos hijas. Las había casado con dos individuos ambiciosos, los cuales pretendían heredarlo todo, cada uno por su parte y sin compartir nada con el otro. Las disputas solían ser frecuentes. Así vino a suceder que un día ambos yernos se enzarzaron en una pelea en pleno campo por causa del aprovechamiento de unos pastos. Avisado el suegro de lo que estaba ocurriendo, se presentó en el paraje donde los dos hombres habían pasado de las palabras a las manos e intentó separarlos al grito de ¡Paz yernos! Esta expresión debió quedar en el recuerdo de las gentes y se empezó a utilizar para identificar dicho prado. Con el paso del tiempo la pronunciación fue transformándose hasta llegar a mi nombre actual.

Durante el siglo XIII se asientan definitivamente los núcleos de población de nuestro valle. En esta época aparecen los primeros documentos escritos en los que hay constancia de mi existencia. Me refiero a la consignación de rentas ordenada por el cardenal Gil Torres a la iglesia y obispado de Ávila, el 6 de julio de 1.250, en el que figuraba la relación de pueblos y la cantidad de morabetines a pagar en concepto de diezmo. En dicho documento aparecen mis otros dos núcleos actuales Aldealabad y Muñochas como “posesiones ad comunem capituli pertinencia”; es decir, como posesiones de la iglesia. Esto explicaría el origen de sus nombres; el primero refleja claramente este origen eclesiástico “El Aldea del Abat”, al igual que el segundo si consideramos que proviene del vocablo “Munno Aita” que significa “El poblado del padre”; no así en el caso de que consideremos que también proviene de la probable grafía “La heredat de Echa Munno”; en clara referencia al nombre de su repoblador, aunque posteriormente pasara a la iglesia.

Curiosamente, aparezco en este documento con el nombre de “Santa María de Muñonuño”, siendo uno de los poblados más importante a tenor de las cantidades que me correspondía pagar. No es hasta 1.303 en el “Becerro de visitaciones de Casas y Heredades” cuando ya figura mi denominación actual. Se desconoce a que se debe esta circunstancia, quizás a consecuencia de un cambio de nombre, hecho poco probable y que mi mente no alcanza a recordar. Me inclino a pensar que se trataría a un error de trascripción de dicho catálogo.

Con el inicio de la edad moderna comienza también mi etapa adulta, de la que puedo ofreceros más detalles por estar más próxima en el tiempo. Por entonces me hallaba dividido en diferentes núcleos de población diseminados por todo el término. De dos de ellos ya os he hablado anteriormente: Aldealabad y Muñochas. A este último pertenecía un tercero situado al sur de la N-110 junto al término de Niharra conocido como “Las Casas”, hoy en día abandonado. Además existieron: el barrio de los Casarones; al sur de la dehesa de Rinconada, el del Prado del Arroyo; en los márgenes del arroyo del Redondillo al suroeste de la dehesa del Pedregal (conocido como Riojondo) y que hubo de ser uno de los poblados más importantes, las Campanillas; junto a la calzada romana y del que ya os he contado su posible origen romano, y por último, el que acabaría aglutinando a la mayoría de ellos y que se ubicaba en este mismo lugar.

¿Por qué llegué a convertirme en el núcleo principal? Varias son las razones que os puedo argumentar. Por un lado mi situación estratégica como confluencia de los caminos que comunicaban todos estos barrios, y de otro por contar con el río Sequillo, con fuentes de abastecimiento de agua potable y con charcas o lagunas que conformaban un paisaje de soto y pradera muy adecuado para desarrollar las tareas de antaño. Así se explica que se construyera un palacio en los aledaños a la fuente romana, entorno al cual irían surgiendo el resto de edificaciones hasta constituir el pueblo actual. Su construcción data de la transición de la edad media a la moderna y entre los restos encontrados destaca un escudo con la heráldica de los Dávila; lo que hace suponer que perteneciera a esta familia.

Durante el reinado de Felipe II se elaboró el primer censo de población; corría el año 1.591. En él ya figuro claramente como capital del término, incluyendo las aldeas de Arroyuelo de San Miguel y Blasco García; posiblemente los barrios de los Caserones y la huerta del arroyo, y Aldealabad. También me incluyen por primera vez las dehesas de Adijos, Rinconada y Montefrío. El censo da un total de 91 vecinos, esto supondría unos 400 o 420 habitantes. Figuraban aparte Muñochas y Las Casas con 29 vecinos (unos 130 hab.). No aparecen ni nobles, ni hidalgos; todos ellos eran pecheros (campesinos) excepto el cura que residía aquí.

Después de tantas idas y venidas viví un periodo más relajado en el que empezaron a tomar forma mis creencias religiosas, prueba de ello son las cinco ermitas que se fueron construyendo para los distintos núcleos a finales del s. XVI y principios del s. XVII.

Según consta en mis archivos parroquiales la primera de ellas ya existía en 1.601; fecha en que aparecen los primeros datos sobre obras realizadas en la “Iglesia de arriba”. Estaba situada en un otero en la llamada cuesta de San Miguel entre los barrios del prado del arroyo y los caserones. Dedicada a Nuestra Señora de la Asunción, ejercía como iglesia titular y en ella se asistía al culto diario. Dada su lejanía respecto a las demás poblaciones, en 1.618 decidió construirse una ermita más céntrica, que bajo la advocación de San Marcos acogería los oficios diarios. La primera continuaría como iglesia matriz y oficiaría sólo los domingos y festivos. Junto a la ermita de San Marcos se hallaba la de Nuestra Señora de Gracia, ambas al sitio de la iglesia que hoy conocemos.

Además, contaba con la ermita de San Clemente, que pertenecía a Aldealabad y que estaba localizada en el cerro de las Campanillas, de la que ya hay constancia en el año 1.604. Por último estaba la ermita de las Casas, dedicada a San Sebastián y que pertenecía a Muñochas, a donde acudían sus feligreses. Dicha ermita permaneció en estado ruinoso durante años, lo que en 1.929 motivó su reconstrucción en Muñochas.

En 1.748 se inician las primeras gestiones para construirme la actual iglesia: “140 reales a Manuel Fernández de Ávila por reconocer el estado de las paredes y armadura de la iglesia y ermita de este lugar y dar la traza y condiciones de la iglesia que se intenta hacer en dicho lugar”. Se construyó modificando paulatinamente las ermitas sobre las que se asentó, utilizándose parte de los materiales de la iglesia de arriba y otros que se trajeron de distintos lugares, principalmente de la provincia de Ávila. Aunque es el 20 de noviembre de 1.751 cuando consta que se celebró la primera misa inaugural, las obras se prolongaron hasta el año 1.765. Cuatro años más tarde se inicia la construcción del atrio, utilizándose en esta ocasión los restos provenientes principalmente de las ermita de San Clemente, dejando una cruz como huella de la existencia de dicha ermita en el lugar donde estuvo ubicada. Es por fin en 1.771 cuando consigo tener la iglesia terminada.

Su planta es rectangular, con una sola nave y sin capillas laterales, cuenta además con un atrio adosado en su fachada sur, en cuyos lados se encuentran el baptisterio y la sacristía. Construida con materiales de mampostería, exceptuando las esquinas, los contrafuertes y la torre que son de sillería, ocupa unos 450 metros cuadrados: 26 metros de largo, 9 de ancho y 12 de alto; y en ella se puede apreciar la combinación de la influencia barroca y las tendencias sencillas y rectilíneas del estilo neoclásico.

El elemento más destacado del conjunto lo constituye su torre; formada por tres pisos superpuestos. En el cuerpo inferior encontramos dos vanos con arcos de medio punto donde su ubican las campanas. En el piso central, también con un arco de medio punto, existe otro que cobija al zumbanillo (cuyo sonido curiosamente es el mismo que el de la catedral de Ávila). Este cuerpo está rematado por dos contracurvas (a derecha e izquierda), sobre los que se asientan sendos pedestales acabados en una bola de piedra. En el último piso aparece un cuerpo semicircular en oposición a las contracurvas del piso anterior, típico del estilo arquitectónico barroco. En 1.894 se adosaron dos contrafuertes ya que peligraba su estabilidad.

Su interior es abovedado. Destaca su retablo mayor que ocupa el frente del presbiterio, tallado en madera policromada, donde predomina el dorado y recargado de decoración vegetal. Fueron realizados en 1.755 por los maestros de talla Francisco Jiménez y Juan Blázquez Toval, este último autor también del resto de retablos que se encuentran en los laterales del templo. Al fondo hay una tribuna rematada con una balaustrada de madera policromada y sostenida por una columna poligonal de piedra, donde se halla el órgano adquirido en 1.757.

En 1.787 el rey Carlos IV ordenó a su valido el conde de Floridablanca la realización de un nuevo censo. En él aparecemos registrados como lugares de realengo; es decir, no señoriales ni eclesiásticos, regidos por alcaldes pedáneos dentro de la intendencia de Ávila y del partido de la misma ciudad. Contaba 469 habitantes y Muñochas tan sólo 86, sin duda más castigada que yo por la crisis del siglo XVII. Dicho censo clasificaba a la población por oficios: 28 labradores, 27 jornaleros, 6 criados, 5 artesanos, 2 estudiantes, un cura y un teniente de cura. El grueso más numeroso (399) estaba constituido por mujeres, niños y otros. ¡Ahora me lo explico!, por estas épocas recuerdo que caí varias veces enfermo, las oleadas de peste del siglo anterior hicieron estragos en mi población masculina.

Podríamos decir que en la era contemporánea da comienzo mi etapa de madurez, en la que los cambios que me acontecen son menos significativos. Por ello os voy a relatar los avatares cotidianos de mis gentes en el transcurso de un año cualquiera a comienzos del siglo pasado.

¡Ah..! Por cierto, no les he dicho mi nombre, aunque supongo que ya lo habrán adivinado. Me llamo . . . Padiernos.

Como soy eminentemente agrícola el ritmo de mi vida me ha venido marcado por las tareas propias de esta actividad, estrechamente ligada con la naturaleza. Las labores del campo en esta época eran muy duras, tan sólo se contaba con la ayuda de los animales, algunas sencillas herramientas y sobre todo con las manos de los hombres y mujeres que moraban mis tierras. Recordaremos juntos cualquiera de estos años comenzando en otoño; estación en la que se inicia la temporada.

Durante el mes de septiembre se iba preparando la sementera; es decir, la siembra de las tierras en barbecho que se habían dejado sin cultivar el año anterior, arrancando las malas hierbas y estercolando con abono natural.

En octubre se sembraban los cereales: a primeros el centeno y las algarrobas, a mediados el trigo y a finales la cebada. La simiente se esparcía a mano, tapándose con un arado tirado por yuntas.

A lo largo de noviembre se bajaba la leña del monte; un carro por vecino. Se cortaban pezancos y chaparros para la lumbre, y ramos para calentar el horno cuando se cocía el pan. También en este mes se arrastraba con la rastra o se torneaba con el arado el sembrado con el fin de romper la corteza y ayudar a nacer a los cereales. Más adelante, cuando ya había nacido, se volvía a pasar el arado por el hondón del surco para arrancar las malas hierbas, arrimándolas a ambos lados del caballete, lo que se conocía como aricar o rejacar de invierno, puesto que dicha actividad se realizaba durante gran parte de esta estación.

En torno a San Martín, el 11 de noviembre, todas estas tareas se alternaban con las primeras matanzas, aprovechando las heladas que comienzan en este época y perduran hasta el mes de marzo. Cada matanza era todo un acontecimiento social, una fiesta en la que participaba toda la familia durante los tres días que solía durar. El primero de ellos se mataba el cerdo, se le socarraba, se la abría en canal para extraerle las vísceras y limpiar su interior, colgándole finalmente en la parihuela. También se hacían las morcillas. En la mañana del segundo día se estazaba; es decir, se sacaban los lomos, solomillos, jamones, etc., y se apartaba la carne que se utilizará en el embutido. Por la tarde se picaba, condimentaba y amasaba esta carne para el día siguiente llenar el chorizo, la longaniza y el salchichón.

A finales de noviembre y principios de diciembre comienzan a prepararse las tierras que habían estado sembradas la temporada anterior para el barbecho y para la siembra de garbanzos, alzándolascon el arado romano. Esta actividad se prolongaba hasta enero.

Para las navidades se tenía la costumbre de montar en la iglesia un belén de grandes dimensiones con multitud de figuras de barro. En Nochevieja, de madrugada los quintos salían a rondar por las casas entonando un cantar a cada uno de los miembros de la familia que allí vivían.

El día de Año Nuevo, después de misa los mozos iban por las casas donde habían cantado pidiendo el aguinaldo. Con lo que sacaban hacían una comida a la que invitaban a las mozas y por la tarde solían organizar un baile. El día de Reyes por la tarde se realizaba la adoración al niño; era costumbre que las madres llevaran a todos los niños, incluso a los más chiquitines.

La víspera de San Antón, patrón de los animales, los jóvenes salían a tocar los cencerros por el pueblo y alrededores pidiendo “unas perrillas para San Antón”. El 17 de enero, día de su festividad, el ayuntamiento salía a pedir por las casas; principalmente productos de la matanza. Después de la misa y procesión con la imagen del santo por el pueblo, se subastaba lo que se había recogido. Posteriormente se dejó de realizar esta costumbre y se sustituyó por la bendición de los animales y el pienso. Por la tarde al toque de campanas reunían todos los animales a la puerta de la iglesia para que fueran bendecidos por el cura.

El 2 y 3 de febrero tenían lugar las fiestas de las Candelas y San Blas respectivamente. Eran las fiestas más celebradas. El primer día por la mañana se bendecían las candelas o velas, se realizaba la procesión alrededor de la iglesia donde la gente llevaba una vela encendida al igual que la imagen de la Virgen; según un dicho popular “Si la candelaria llora el invierno está fora; si no llora, ni dentro, ni fora”.

Hasta la hora de comer los mozos solían jugar a la calva o a la lotería. Al día siguiente, festividad de San Blas, por la mañana los mozos iban a “correr los mantecaos”; recorrían algunas casas del pueblo en las que improvisaban pequeños bailes de jotas al son de las tapaderas y el almirez, hasta la hora de misa. Posteriormente había procesión con el Santo, para finalizar en el portal de la iglesia con el “remate de los banzos”; consistía en hacer mandas o pujas, generalmente en especie, para meter el santo en la iglesia. Los dos días por la tarde se ponía baile de tambor y gaitilla.

La semana grande de fiestas terminaba el 5 de febrero con Santa Águeda; día en el que mandaban las mujeres; y así por ejemplo ese día no iban a lavar al río y sacaban a los hombres en el baile de por la tarde. Para finalizar, como bien mandaba la tradición, se tomaba chocolate. A partir de este día y hasta el domingo gordo (domingo anterior al miércoles de ceniza) las mujeres salían a carnavalear (pedir para el carnaval) a los hombres que venían de fuera.

Por esta época se hacían las regaderas de los prados y se comenzaba a regar siempre que hubiera agua, hasta la siega. Se “levantaban los portillos”, que consistía en arreglar los vallados caídos de los prados, que por entonces eran todos de piedra.

El domingo gordo se exponía el Santísimo en la iglesia, permaneciendo durante tres días hasta el martes de carnaval, en reparación de los posibles agravios que pudieran habarse hecho al Señor. Este día también se bendecía la “bula”, documento por el cual la iglesia dispensaba de abstenerse de comer carne los viernes del año, excepto en cuaresma. Para obtenerla había que pagar. Por la tarde se corrían los gallos. Se ataba una cuerda desde el balcón del Ayuntamiento hasta un poste del que colgaban tangos gallos como quintos había ese año. Éstos, montados a caballo iban saliendo de uno en uno al galope y al pasar por debajo de la cuerda tiraban de la cabeza del gallo; el que más cabezas arrancaba era el ganador. Con los gallos que habían matado hacían una comida. Posteriormente se sustituirían los gallos por cintas, debido a la crueldad que esta tradición suponía. Más tarde se ponía el baile, en el que las mujeres iban ataviadas con manteos de serrana.

El martes de carnaval era costumbre que el alguacil tocara la bocina por las calles haciendo un llamamiento a todos los hombres para que la mañana la dedicasen a arreglar los caminos del pueblo. Después del trabajo, el Ayuntamiento les invitaba a un vino y por la tarde organizaba un baile en el que las mujeres solían ir de serranas y lo que habían sacado carnavaleando se empleaba para hacer chocolate, buñuelos, etc. Una tradición más antigua cuenta que este día se sacaba una vaquilla a recorrer las calles del pueblo seguida por los “mascaraos” (gente disfrazada con máscaras).

La Cuaresma comenzaba con el miércoles de ceniza, día en el que se quemaban los ramos de romero del año anterior para imponer la ceniza. De manera simbólica, se quemaban todas las sartenes con el fin de que no quedara ningún resto de grasa. Años más tarde la ceniza se obtendría de la quema de las hojas de laurel.

Todos los viernes de cuaresma se realizaba el vía crucis a primera hora de la mañana. Por la noche se rezaba el rosario, y el cura y el sacristán cantaban el miserere.

En el mes de marzo se siembran los garbanzos, pues como bien reza el refrán “por San José mi garbanzal, ni nacido ni por sembrar”. También se volvía a rejacar la tierra, en esta ocasión se denominaba “arique de primavera”.

El domingo de ramos (previo a la Semana Santa) se bendecían los ramos a la puerta de la iglesia y a continuación se realizaba la procesión alrededor de la misma. Una vez que todos estaban fuera se cerraban las puertas con el sacristán dentro. El pueblo esperaba mientras éste cantaba el “Pueri hebreorum”. Al final el sacerdote daba tres golpes con la manga (cruz vestida) y el sacristán abría las puertas para que todos entraran y continuara la misa. A partir de este día daba comienzo la Semana Santa.

El Miércoles Santo por la noche tenía lugar la celebración de las tinieblas que simbolizaba la prendición de Jesús. El cura y el sacristán se alternaban cantando salmos y por cada uno iban apagando una de las velas que había en un triángulo de madera llamado Tenebrarium. Una vez apagadas todas se dejaba la iglesia a oscuras y comenzaban a sonar las carracas.

En Jueves Santo se celebraba misa por la mañana y se cantaba el gloria con esquilas, carracas y tocando las campanas, que ya no se volverían a tocar hasta el domingo de gloria. Por la tarde, el cura decía el sermón del mandato y hacía el lavatorio de los pies a los miembros del Ayuntamiento, por entonces sólo les estaba permitido a los hombres. A continuación se llevaba el Santísimo al monumento hasta los oficios del Viernes. Se solía custodiar con los bastones del alcalde y el juez colocados delante de él en forma de aspa. Después había procesión con Jesús resucitado, se hacía la visita a la iglesia y la hora santa.

El viernes santo por la mañana a la salida del sol se decía el sermón de la pasión. Por la tarde se quitaba el Santísimo y se celebraban los oficios. Al terminar éstos se adoraba a la cruz; los miembros del Ayuntamiento solían ir descalzos. Por la noche tenía lugar la procesión en la que la gente iba con faroles y velas, una vez en la iglesia se decía el sermón de la soledad. Años después comenzó a realizarse el viacrucis, costumbre que aún perdura en la actualidad.

Al día siguiente, Sábado Santo, por la mañana se bendecía el agua; existía la costumbre de llevarse un poco a casa.

Ya el Domingo de Resurrección por la mañana y antes de la misa se hacía la procesión del encuentro. En ésta salían la Virgen y Jesús resucitado, cada uno por distinta puerta y recorriendo diferentes calles, encontrándose en la plaza. La Virgen hacía una o dos reverencias a Jesús resucitado y mientras se entonaba un cantar; el sacristán quitaba el paño negro de luto que cubría a la Virgen. A continuación volvían juntos a la Iglesia. Después del rosario, los más jóvenes salían a correr el hornazo; subían al monte a pasar la tarde y a comerse el hornazo (hogaza de pan cocida al horno con tajadas de lomo, longaniza, jamón y huevo en su interior), que acompañaban con unos tragos de limonada (bebida a base de agua, vino, azúcar y rodajas de limón). El Lunes de Pascua también se realizaba.

Una vez realizado el cupo de ovejas que podían alimentarse de los pastos del término, hacia el 15 de abril se llevaban a la sierra las restantes, regresando el 15 de agosto cuando se volvía a abrir la rastrojera (periodo de aprovechamiento de las tierras en rastrojo que ya habían sido segadas).

Durante todo el tiempo que los pastores permanecían en la sierra se le llevaba “la tanda” cada “8 días” (una semana), que consistía en tres medianas de pan de 7 libras (3 kgs.), tocino y garbanzos. También se llevaban perrunas hechas de harina de cebada y de centeno cocida, para los perros.

Por San Marcos (25 de abril), el día de la Cruz (3 de mayo) y los tres días anteriores al de la Ascensión se hacían rogativas y se bendecían los campos.

Se dirigía todo el pueblo en procesión hacia el campo, cada día por un camino diferente, cantando las letanías de los santos, llevando la manga y los cirios. Al llegar a los sembrados se leía un evangelio y el cura los bendecía con agua bendita.

A lo largo del mes de mayo se escardaban los sembrados. Esta tarea consistía en ir arrancando con una azuela las malas hierbas: vallicos, gallinazas, amapolas, etc., que se aprovechaban para alimentar a los cerdos y a los burros. Durante este mes dedicado a María, había misa diaria y rosario por la tarde; acto seguido se leían las flores. El último día del mes tenía lugar la misa y procesión de las mozas; que ellas costeaban, siendo la única ocasión en que las mujeres llevaban las andas. Generalmente coincidía en este mes la festividad de la Ascensión, celebrada siempre en jueves y en la que se realizaban las primeras comuniones.

También en jueves, pero en Junio, tenía lugar la festividad del Corpus Cristi. En la procesión se adornaban las calles del pueblo por donde pasaba la comitiva, tapando puertas, ventanas y bocacalles con colchas y sábanas bordadas. La procesión recorría los distintos altares colocados en las calles, donde descansaba el Santísimo mientras se cantaba o se rezaba.

Los Sagrados Corazones iniciaban su celebración nueve días antes con la novena. La víspera se tocaban las campanas y se tiraban cohetes. El día de la festividad por la mañana había “misa solemne de tres”; en la que concelebraban tres sacerdotes y la procesión se realizaba por la tarde, deteniéndose en la plaza la imagen del Corazón de Jesús. Allí se recitaban poesías desde el balcón de la escuela, tirando cohetes y lanzando pétalos de rosas. Ya en la puerta de la iglesia se remataban los banzos, destinándose su recaudación para la cofradía de dicho nombre.

En el mes de junio ya se empezaba a coger las algarrobas, se segaban con la marea de madrugada para evitar que se cayeran y se amontonaban en morenas, dejándolas en la tierra para terminar de secarse. Esto ocurría por San Antonio (13 de junio), coincidiendo con la llegada de las cuadrillas de esquiladores que recorrían los pueblos ajustando su trabajo. Poco después se realizaba el esquileo, día de duro trabajo en el que se solía comer bien. Al comenzar la faena se tomaba aguardiente y se mataba una oveja que se guisaba para comer. A lo largo de la jornada se hacían varios descansos para reponer fuerzas. Se marcaban los animales y los corderos que se iban a cebar se capaban, vendiéndolos dos años después y así también aprovechar su lana.

Por esta fecha se segaban los prados con la guadaña. Al cabo de unos días y una vez seco, se arriciaba (recogía) el heno con rastrillo y horcones, se cargaba en carros ayudándose de horquillos y se almacenaba en pajares para alimentar al ganado el resto del año. Curiosamente en esta zona no era costumbre amontonarlo en ameales.

También en junio, antes del verano, se solían herrar las yuntas; pareja de vacas o de bueyes que se empleaban para hacer las labores del campo, aunque esta tarea se podía realizar a lo largo del año siempre que fuera necesario.

En un principio se colocaban las herraduras tumbando a los animales en el suelo; lo que suponía gran dificultad y resultaba peligroso, por ello en 1.931 se construyó un potro que facilitaba esta tarea, precisamente ubicado junto a la puerta principal de este museo.

La noche de la víspera de San Juan (23 de junio) era costumbre que los mozos pusieran ramos en las ventanas de las mozas. El día de la festividad por la mañana, los hombres se iban a la feria de ganado que tenía lugar en Ávila, mientras que las mujeres salían al monte a coger la flor de malva; cuya infusión servía para curar catarros. Por la tarde las mujeres bien ataviadas salían al encuentro de los hombres que había ido a la feria.

En San Pedro (29 de junio) se ajustaban los agosteros; temporeros que realizaban todo tipo de tareas hasta la Virgen de septiembre (día 8). El padre de familia marchaba a Ávila a buscar gente que pudiera ayudarle a trabajar durante todo el año o bien los meses de verano. También se contrataban segadores, que se dedicaban exclusivamente a la siega, siendo las propias cuadrillas las que ajustaban su trabajo de pueblo en pueblo a cambio de su manutención, hospedaje y alguna retribución en metálico.

En el mes de julio se acarreaban las garrobas, es decir, se transportaban en carros desde la tierra hasta la era; prados generalmente a las afueras del pueblo. Aquí se trillaban extendidas en una parva con vacas, caballerías o burros, se acañizaban (recoger con la cañiza). Los mozos rivalizaban para ver quien formaba el montón de mies más alto y mejor hecho. Posteriormente se limpiaría; separando la paja del grano aprovechando la ayuda del viento. Amontonado el grano en un “muelo”, se cribaba con el fin de separar las “grancias”; pajas, espigas mal trilladas y demás restos, para acto seguido medirlo en costales utilizando la media fanega o la cuartilla y guardarlo en los sobraos.

Compaginándose con estas tareas se segaban la cebada, el centeno y más adelante el trigo. Éstos cereales se recogían en gavillas o brazadas, atándose en haces con vencejos. La elaboración de estos vencejos era completamente artesanal en la que participaba toda la familia.

Éstos se hacían con paja de centeno a la que se le había desgranado golpeando las espigas contra un trillo, lo que se denominaba bálago. Una vez desgranadas se abrazaban en una balaguera grande que se guardaba en el pajar. A la temporada siguiente se ponían a remojo en pilas o pozas, y cuando estaban bien húmedas se cogían por manojos y se anudaban por las espigas, quedando así hecho el vencejo; éstos a su vez se agrupaban en “un veinte”, es decir, de veinte en veinte. La jornada de siega era muy dura, ya que se trabajaba de sol a sol, y para aprovechar el mayor tiempo posible, se les acercaba el almuerzo, la comida, la merienda y el agua a los segadores a la tierra.

Acabada la siega, se acarreaba hasta la era y se seguía el mismo proceso que con las algarrobas. Los garbanzos eran los últimos en ser recolectados y pasar por la era. Si el tiempo acompañaba se limpiaban, cribaban, medían y cerraban todo en el mismo día.

La festividad de Santiago (25 de julio), se contrataba a dos hombres para que limpiaran las dos fuentes públicas. Los particulares limpiaban los pozos que tenían en sus casas.

Se acababa de eras cerrando la paja; transportándola en carro con redes sostenidas por estacas hasta los pajares, y barriendo el suelo donde habían estado los muelos con escobas de valeos. Las “barreduras” se arnereaban para quitar la tierra que contenía y poderlo aprovechar para las gallinas. Para la Virgen de agosto debían estar todas las mieses ya en la era, porque a partir de esta fecha se soltaba la rastrojera.

El 15 y 16 de agosto se celebraban las fiestas patronales en honor de Nuestra Señora de la Asunción y San Roque respectivamente. El primero día salían en comitiva todos los miembros del Ayuntamiento al son de la gaitilla a buscar al cura, para acompañarlo a la iglesia y celebrar misa solemne presidida por la corporación en pleno. La procesión precedía a la misa y al terminar ésta, los miembros del Ayuntamiento tenían un convite, al principio se hacía en casa del alcalde y posteriormente se pasó al salón municipal.

Por la tarde había baile de gaitilla y tambor pagado por el Ayuntamiento.

Al día siguiente se celebraba misa y procesión. Por la tarde tenía lugar el baile de la rueda, que consistía en bailar jotas formando un corro. El baile de gaitilla de este día lo pagaban los mozos, encargándose los quintos de cobrarles.

Finalizadas las fiestas patronales se dan por terminadas prácticamente las tareas estivales, prolongándose en algunos casos hasta finales del mes de agosto y dando paso a una nueva temporada.

Hecho este repaso no me gustaría finalizar este breve relato sin contaros el transcurrir cotidiano de mis gentes un día cualquiera de uno de aquellos años.

La jornada comienza al amanecer, se oye el canto del gallo y suenan las tres campanadas de las avemarías; la costumbre es rezar tres avemarías a cada uno de los distintos toques de cada día. Para los hombres es la hora de atalantar el ganado; de echar las posturas (mezcla de cereales molidos y paja) a las yuntas y a las ovejas. Como se echan varias, mientras los animales se lo comen, siempre hay tiempo de acercarse a la taberna a tomarse una copita de aguardiente. Las mujeres se ocupan de las gallinas y de echar la tilba o envuelto de agua, harina de cebada y patatas cocidas o mondarajas a los marranos; que más tarde sacarán al porquero. Mientras se va levantando el resto de la familia han puesto la lumbre con paja de trigo y leña de encina para preparar el almuerzo y poner el cocido. Los niños se abían para ir al colegio, los más pequeños ayudados por la madre o la abuela, aseándose en el palanganero colocado al lado de la lumbre en la cocina, a modo de improvisado cuarto de baño.

Cuando regresa el padre se almuerza todos juntos al calor de la lumbre las sopas de ajo y el torrezno; tan sólo cuando pare alguna vaca hay sopas de leche para desayunar.

Acto seguido los niños se marchan al colegio y el marido al campo, la mujer se queda atalantando la casa. Enseguida se hace la hora de misa, y las mujeres con el cuadrajín y la sepultura acuden a la iglesia; el primero hecho de piel de cordero se utiliza para arrodillarse delante de la sepultura, ésta consiste en dos paños de color y uno blanco sobre ellos donde se colocan las ceras o velas artesanales hechas de un hilo recubierto de cera. Por estos tiempos en la iglesia sólo hay unos cuantos bancos en la parte trasera para los hombre, mientras que las mujeres se colocan en la parte delantera, arrodilladas en el suelo. Una vez acabada la misa el sacerdote junto con el sacristán responsean a los difuntos, van pasando por cada sepultura en la que cantan en función de la cuantía depositada en ella.

Después de misa continúan sus labores: van a por agua a la fuente con el botijo y el cántaro a la cadera, friegan el “hogueril” que es la piedra donde se pone la lumbre y si es principio de semana van a lavar al río. Cargadas con el cubo de ropa, el lavadero y la tajilla caminan, río Sequillo arriba, hasta las Presas o el Plantío (junto al San Miguel); en primavera también suelen lavar en la Huerta del arroyo, en Cinco Villas o en Salahuerta, pues ya corre agua por estos arroyos.

Tienden la ropa en la solana de las paredes de los prados cercanos y si no da tiempo a secarse, cargan con ella húmeda para colgarla en casa.

El día que hay que cocer pan, generalmente cada 15 días, se madruga; pues es una tarea larga y laboriosa, procurando tener pan reciente para la hora de comer. Ya el día anterior se había cernido la harina y preparado la recentadura; trozo de masa conservado desde la ocasión anterior que se emplea como levadura. Se comienza a primera hora preparando la masa y dejándola en reposo para que fermente. Después se reparte en medianas y se calienta el horno con la hornija; dos o tres sacos de paja y un haz de ramos. Cuando el barro del horno adquiere una tonalidad blanquecina significa que está suficientemente caliente, introduciendo las 14 o 15 medianas de 6 libras aproximadamente que se suelen cocer, aunque esta cantidad puede variar en función del tamaño del horno. Para evitar que se ponga duro, parte de este pan se suele compartir con familiares o prestar a los vecinos, que devolverán cuando cuezan ellos.

Los hombres fundamentalmente se dedican a arar o a pastorear el ganado. La mayoría posee una yunta o pareja de vacas de labor; los que sólo disponen de un animal se ponen de acuerdo entre sí para yuntarlos y así poder arar cada tercer día, es decir, en días alternos.

Debido al desgaste de las rejas que el uso del arado va dejando romas (sin punta), periódicamente se acude a la fragua para puntearlas. Ésta disponía de una lumbre alta de carbón con un gran fuelle incorporado donde calentar el hierro, para que después el herrero pudiera moldearlo en el yunque; en ocasiones era el propio agricultor quien maniobraba el fuelle para atizar la lumbre. En la fragua también se hacían otros utensilios de hierro que se utilizaban tanto en la casa como en el campo: herraduras, tenazas, badilas, tapaderas, azuelas, azadas e incluso llaves.

A las 12 del mediodía vuelven a sonar tres campanadas y se rezan nuevamente tres avemarías; es el Ángelus. Las mujeres dejan sus quehaceres para atalantar la comida, que lleva arrimada a la lumbre toda la mañana y que siempre es cocido; hacen el relleno y calan las sopas de pan con el caldo, para tenerlo listo cuando lleguen los hombres del campo y los niños de la escuela. Comen todos juntos al calor de la lumbre, todos en la misma media fuente y todos bebiendo del mismo jarro de agua. Primero se vuelcan las sopas, después los garbanzos y por último la chicha; el relleno y el tocino, untados en una rebanada de pan, y cuando hay, también chorizo y morcilla.

Después de comer cada cual retoma su tarea: los hombres al campo, los niños a la escuela y las mujeres en casa fregando los cacharros, para después salir a la puerta a coser junto con las demás vecinas en un hastial soleado hasta la puesta de sol. Tan sólo son interrumpidas por los niños que al regresar del colegio les dicen el “bendito alabado”, besándoles en la mano; primero a la madre y después al resto. Acto seguido les piden la merienda para marcharse a jugar: pan con cebolla y unas aceitunas, o media raya de chocolate con pan.

A la puesta del sol los hombres dejan de arar, desenganchan la yunta y cierran los animales en el establo para echarles la postura de la tarde. Sobre esta hora los pastores también cierran las ovejas; en algunos casos después de cuidarlas durante toda la jornada pues con la merienda en el morral, ni siquiera regresan a comer a casa. Avanzada la temporada, cuando los días son más largos y se pueden aprovechar los prados, tanto por la mañana como por la tarde se lleva el ganado a pastar, evitando echarles la postura. Cerrado el ganado llega el momento de tomar un vino o jugar una partida en la taberna; si hay alguna entrada de mozo, es decir, el que va por primera vez, se tiene por costumbre invitar al resto a una botella de vino. Lo mismo se hace con la salida de mozo, cuando éste se van a casar.

Las mujeres después de coser ponen la lumbre de por la tarde; en esta ocasión con paja de garrobas que hace mejor rescoldo para preparar la cena. Ésta consistía en pipos o puchero de patatas revolconas, tortilla de patata y de postre pan con uvas cuando era temporada.

Por la noche se escucha el último toque de campanas del día: las oraciones; es la hora de recogerse en casa. Después de cenar se reza el rosario en familia. En las largas noches de invierno se juntan los vecinos a la lumbre y a la luz del candil de petróleo o carburo de alguna casa a la tertulia del abuelo; que generalmente vive con algún hijo. Algunas mujeres aprovechaban este rato de sosiego y tranquilidad para coser; como “echar soletas a los calcetines” (remendarlos) y las mozas solteras irse haciendo el ajuar. Sobre las 10 de la noche se manda a los niños a la cama y a las 11 el resto de la familia.

Y aquí termina mi relato, ha sido ¡Toda una vida . . .! ¡Toda una historia! Con este museo se pretende recoger el legado de nuestros antepasados, documentarle e ilustrarle como testigo del pasado para las generaciones venideras. Afortunadamente mi vida . . ., y mi historia . . . aún continúan.

Gracias por su visita.

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MUSEO DE PADIERNOS (2000)

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