Presenciar en plena ascensión del Miguelete, en la habitación de las campanas, un concierto de estos imponentes y singulares instrumentos constituye un espectáculo para los sentidos, sobre todo para el del oído.
Los tañidos se están poniendo de moda, y no me refiero a los horarios, a esos que nos han acompañado y torturado psicológicamente durante ratos o noches de insomnio. Esta práctica, que parecía circunscribirse a los pueblos pequeños y a casi los recuerdos ancestrales, ha revitalizado.
Las ‘collas de campaners’ afloran por toda la autonomía. Hace unas semanas publicábamos un reportaje de la configurada en L’Alqueria de la Comtessa -cúantos repiques de la iglesia de San Pedro tengo adheridos a mi mente-. Ayer hicimos lo propio con la de Sagunt, y hoy contamos el esperado concierto de toques, volteos y repiques en Ontinyent.
La perseverancia de valencianos como Francesc Llop ha propiciado que lo que parecía un hábito condenado a extinguirse haya resurgido. Los grupos de campanómanos proliferan como cucarachas en verano.
Agrupan a una mezcla de nostálgicos de esta tradición, de melancólicos del sabor añejo pero tierno de los pueblos, y de impulsores de la música. El de las campanas es un mundo singular en el que los instrumentos reciben nombres de personas.