El patrimonio: una herramienta para la cohesión comunitaria

Lo hemos dicho muchas veces: el patrimonio cultural no existe, sino que se trata de un valor añadido, que convierte algunas cosas (inmuebles, muebles o inmateriales) en elementos de referencia para una comunidad, tanto hacia adentro (para los miembros que la conforman o que quieren formar parte de ella) como hacia fuera (los “otros”, en el sentido más amplio). Desarrollaremos estas ideas, a partir de ciertas características patrimoniales de los valencianos, para aplicar el concepto del patrimonio como herramienta de cohesión comunitaria.

Un valor añadido

El valor patrimonial no va unido a las cosas, ni siquiera a las más valiosas (cuando lo valioso ya es una característica añadida). Visto desde la distancia parece desconcertante comprobar como esos valores añadidos son cambiantes, y lo que en algunos momentos tiene la mayor apreciación, más tarde se convierte en cosa despreciable hasta que vuelve a ser considerado… Recordemos el cíclico interés hacia los edificios llamémosles monumentales. ¿No constituyeron, los inmuebles construidos por los romanos, una cantera durante siglos, puesto que proporcionaban piedras más o menos bien talladas, y fáciles de conseguir? ¿No decían, mucha gente, que la mejor cal se conseguía de las estatuas y otras decoraciones talladas en mármol de Carrara? La misma idea de ruina, que en su estado original significaba un abandono y una falta de mantenimiento, se convierte con el paso de los años, y con el valor añadido, en un elemento mayor de interés.

¿Quién añade este valor? Esta es probablemente una de las preguntas más interesantes y difíciles de contestar. El valor patrimonial no viene constituido por el valor material de los objetos, aunque esta riqueza ayuda, ni por la importancia de quienes lo mandaron hacer o lo habitaron, aunque esa presencia pasada también colabora. A menudo, el valor patrimonial no sólo contradice sino que se opone a los valores originales del objeto, y estos valores añadidos constituyen la fuente de referencia, la certificación patrimonial.

Dar valor cuando lo han perdido

A menudo escuchamos, sobre todo con referencia a objetos etnológicos del pasado cercano, cuando un objeto ha perdido su valor actual, que “habría que llevarlo a un museo”. Esto vale tanto para las planchas de vapor como para los viejos ordenadores, las neveras manuales o cualquier otro objeto obsoleto, en regular estado de conservación, y cuyo uso ha perdido interés, bien por el esfuerzo que supone utilizarlo, o bien porque nuevas tecnologías han facilitado la función de la cosa original. Se convierte por tanto en cosa de museo aquel objeto que, a pesar de ser inútil, ha sobrevivido al paso del tiempo. Entonces se le añade un nuevo valor pues ahora se trata de un objeto que ya no puede ser utilizado sino que debe ser contemplado, y que puede servir de referencia para las generaciones futuras.

La creación de colecciones de museos, por el contrario, al menos en lo que se refiere a los objetos de valor etnológico, debe seguir un proceso bien distinto: no se guarda aquello que ha llegado hasta hoy, sino que se forman conjuntos de objetos que tienen no solo valor por ellos mismos sino con referencia a los otros de la serie, y que han sido conseguidos tras un trabajo de investigación. En cierto modo ocurre lo mismo con la metodología arqueológica: una pieza, por muy extraordinaria que sea, carece de interés, si se desconoce el conjunto (nivel, yacimiento, emplazamiento…) del que forma parte. Esto justifica la obsesión aparente por parte de los arqueólogos para controlar a los llamados “clandestinos”, que sólo buscan objetos, mientras que los otros necesitan la información, que solamente puede obtenerse con una metodología apropiada.

Unos inmuebles inútiles

Esta adición de valor es mucho más evidente en los edificios, especialmente en aquellos que han cesado las actividades para los que fueron concebidos. Los monasterios, que fueron en su mayor parte expropiados violentamente en el siglo XIX, en un proceso denominado desamortización, pasaron a ser fábricas, edificios de la administración o campos de cultivo. Es en este momento en que, privados de su contenido original, se convirtieron en “referencia histórica”, en signo de identidad, en imagen de una población que poco los había apreciado unos años antes. Esto ocurre, de manera especial, en aquellos inmuebles de carácter industrial, que han quedado obsoletos.

Una de las leyendas urbanas, que son la tradición oral de los tiempos presentes, que más circula con referencia al patrimonio, es que las chimeneas de las fábricas desaparecidas están todas protegidas. Recordemos que una chimenea es un objeto, generalmente de planta cuadrada en su base, pero de sección circular en la altura, construido con fábrica de ladrillo cocido, de grandes dimensiones, pero que ocupa una pequeña superficie. Estas características justifican, objetivamente, su conservación: la estructura está bien hecha y aguanta; ocupa poca superficie, pero al ser tan elevada su derribo es complicado o peligroso: no se trata de tirar de un cable hasta que caiga, con resultados imprevisibles, o de montar un elevado (y caro andamio) para tumbarlas. Es más fácil creer (y hacer creer) que es un elemento patrimonial, y que por tanto debe ser conservado. Desde un punto de vista técnico, las chimeneas carecen de interés, separadas del conjunto industrial que les dio vida y justificó su construcción: una chimenea sin fábrica no se entiende. Sin embargo no solamente proliferan como elementos de recuerdo de una instalación anterior, sino que, incluso, se construyen de nuevo para dar, en un parque o en una urbanización, un recuerdo difuso de otros tiempos.

El fenómeno de la conservación de inmuebles industriales plantea grandes problemas, que fueron mal resueltos por la permanencia esas chimeneas aisladas de todo contexto. Las instalaciones industriales de finales del XIX o principios del XX son edificios, a menudo hermosos, con una tecnología obsoleta, y por tanto productores, entre otros elementos, de ruidos, de humos y de calores, lo que ahora llamaríamos instalaciones altamente contaminadoras. Por lo general estos edificios se encontraban alejados de los centros de las poblaciones, y no causaban problemas urbanísticos. Sin embargo, al extenderse las ciudades, los conjuntos industriales son fagocitados poco a poco, y lo que era un centro de producción, y por tanto de riqueza, en cualquiera de los sentidos, ubicado en la periferia, se convierte en un foco de molestia, que es preciso erradicar. Cuando la presión aumenta, aparecen otros elementos contradictorios: no se debe cerrar la fábrica porque proporciona puestos de trabajo (más de los necesarios debido a la tecnología obsoleta) y tampoco se debe trasladar fuera para aumentar los costos de transporte (tanto económicos como temporales).

Al final, las fábricas cierran, por motivos de especulación urbanística, de cambio de tecnología, de renovación de mercados y de personal… Y entonces ocurre un doble fenómeno de gran interés: la idealización del pasado y del futuro. Por un lado, lo que antes era agobio, congestión, rigidez, se convierte en signo de referencia: “¿Te acuerdas de la sirena de la fábrica, que marcaba la vida, de día y de noche?” El pasado se idealiza, y se muda en una edad dorada, en aquello que los franceses llaman “la petite mémoire”, una selección de lo amable, armónico y feliz, lejos de la dura vida cotidiana de la fábrica en su esplendor.

Por otro lado hay siempre un movimiento vecinal que reivindica los edificios ahora vacíos de contenido y de función, y a menudo también de aquellos elementos industriales que los justificaron, para convertirlos en “elementos de identidad del barrio”. Elementos de identidad, sí, pero a cambio de vaciarlos del sentido original: el matadero será ahora una piscina pública, o una casa de cultura o una biblioteca… Surge además la gran pregunta: ¿Quién paga? Porque la fábrica, o la instalación industrial, o lo que sea el conjunto, cerró por dos motivos principales: el primero, casi siempre, por especulación urbanística; el segundo por evolución tecnológica y cambio de organización empresarial. El cambio de significado lleva parejo una adaptación siempre cara, puesto que las instalaciones inmuebles dejaron de ser mantenidas, hace años, cuando ya se preveía el cierre… Finalmente el edificio es, tras largas negociaciones económicas y urbanísticas, conservado en parte (la chimenea, por ejemplo), y aún esta parte es vuelta a escribir por los arquitectos, que utilizan, a discreción, elementos originales, cambiándolos de significado, de contenido, e incluso de ubicación, para los nuevos usos previstos. ¿Qué queda pues del inmueble original, si cambió su uso, su tecnología, su propia forma? Un valor, difusamente añadido, que convierte al nuevo inmueble, con ciertos elementos originales, en un elemento de identidad para la comunidad, aunque, seguramente, sin apenas relación con el origen real de la instalación.

Unos muebles ignorados

Ya hemos apuntado la extraña tendencia a mandar a los museos aquellos objetos que ya no son útiles. Pero que han sobrevivido al paso del tiempo y del uso original. El valor añadido a los objetos de pequeñas dimensiones no solamente ocurre con los que proceden del pasado: hay otros actuales, que se dotan de significado, siempre comunitario, y que permanecen junto a nosotros, aparentemente ignorados y solamente dotados de contenido en ciertos momentos del ciclo anual.

Véase, si no, aquellas cintas verdes, que se regalan con la caña de peregrino en la romería de la Magdalena de Castelló de la Plana, y que son colocadas en el espejo interior del coche, como elemento olvidado aunque presente de identidad. Ocurre con muchas otras cosas: medallas, banderas, cintas… Incluso con elementos deportivos, aunque esta actividad se nos escapa por su complejidad y por su aparente falta de significado ritual. Los objetos expuestos, alo largo del año, se convierten en una especie de propaganda: una voluntad consciente no sólo de pertenecer a una comunidad, sino de anunciarlo al mundo.

Ocurre, con todos estos objetos, dotados difusamente de un valor simbólico añadido, que existe una gran resistencia a deshacerse de ellos, por motivos familiares, sentimentales, o meramente intuitivos. No es su valor económico, a menudo escaso, ni su excepcionalidad; sin embargo son conservados, precisamente porque les rodea un hálito patrimonial, un valor cultural añadido.

Unas actividades repetidas

Decía un canónigo de la Catedral de Sevilla que un error repetido tres años se convertía en tradición. Este mundo de las costumbres tiene ciertas características que conviene recordar, entre las que destacamos la falta de autor y de tiempo. Una cosa “tradicional” se ha hecho “toda la vida” y “no se sabe quien la inventó”. No faltarán investigadores que demostrarán el origen tanto temporal como del autor material de esa costumbre; no importa, serán olvidados, porque una tradición funciona por encima del tiempo, para identificar un espacio, o mejor aún para ligar una comunidad con su territorio. Por tanto, hay varias características sobre las que hay que reflexionar: la repetición cíclica, el origen atemporal, la relación con el territorio y la comunidad.

Hay diversas experiencias en uno y otro sentido. Trabajamos una vez con un grupo de animadores culturales de una de esas ciudades dormitorio crecidas, con gran rapidez a la sombra de Paris, y que hacían cada año, en la misma época, una celebración diferente, para tratar de aglutinar a la comunidad, y se extrañaban de que no llegase a cristalizar como elemento de referencia. Unos años era una falla, otros una batalla de agua, otros una guerra de tomates o una rociada de vino; buscaban ideas en las fiestas tradicionales de aquí (por eran hijos o nietos de emigrantes) pero el acto anual no cuajaba. Probablemente el acto nuevo de cada año no se veía como un ritual de repetición, y por tanto de inserción en la comunidad, sino como un espectáculo, que no liga más que en el momento de su representación, y cuya participación no significa ningún tipo de militancia ni de identidad. Ocurre lo mismo con un festival de teatro o de cualquier otro espectáculo repetido cada año: lo que interesa es la novedad, la aportación de elementos diferentes y si cabe más atrevidos. Pero eso no construye una comunidad.

De manera harto contradictoria, la comunidad se construye mediante la repetición anual o plurianual (recordemos el Sexeni de Morella, cada seis años, o las Fiestas Gordas cada siete en Titaguas). En esas fiestas se repiten elementos rituales “de varios siglos de antigüedad”, que constituyen el eje de referencia. Por un lado la gente se queja de que todos los años “se hace lo mismo”, pero ante cualquier cambio del ritual se quejan de “hacerlo así toda la vida”. Probablemente el éxito patrimonial de esas celebraciones consiste en la utilización conjunta de dos elementos contradictorios: un núcleo central de actividades repetidas, que forman la referencia anual, y una periferia de actos que evolucionan mucho más rápidamente, de acuerdo con las modas del momento. No es que los actos rituales queden estancados, ni mucho menos, sino que su evolución es mucho más lenta, dentro de unas normas internas al propio conjunto de actos, mientras que las actividades periféricas son prácticamente nuevas cada año, de acuerdo con estrategias mucho más generales y globales. Incluso puede ocurrir que algunas actividades del segundo nivel, como bailes de moda, se conviertan en elementos básicos de identidad con el paso del tiempo; recordemos aquello del error repetido tres años, que puede ser aplicado perfectamente a bailes como la jota, de moda a finales del XIX, y que ahora tiene orígenes no sólo islámicos sino, incluso, ibéricos, en algunos pueblos de Aragón (que por cierto lo viven ahora como un espectáculo y no como una actividad ritual de participación colectiva).

Aún hay otra diferencia entre las fiestas rituales y los espectáculos, aunque sean anuales, y es que aquellas implican a toda la comunidad, al menos formalmente, con su territorio. Veamos un par de fiestas valencianas: tanto las fallas como aquellas dos romerías características de Alacant o de Castelló de la Plana.

El secreto de las fallas consiste en la doble articulación espacial y temporal: todos hacemos lo mismo, pero lo hacemos de manera diferente, al mismo tiempo, con lo cual estamos expresando al mismo tiempo que formamos parte de una pequeña comunidad (el barrio, que en las fallas se define por el cruce de dos calles, la noción más moderna del espacio urbano) y al mismo tiempo de una gran comunidad, la ciudad inmovilizada por las fiestas. Todos a una, pero cada uno a su modo.

Por el contrario, las dos fiestas principales de las otras dos capitales de provincia valencianas son similares (aunque los unos ignoren las de los otros): se trata de ir a un santuario suficientemente alejado de la ciudad, pero no tanto como para no ir andando, al menos a la ida, para religarse con los orígenes, absolutamente míticos, de la población. Todos hacen lo mismo, ocupan el mismo espacio, pero cada grupo local se organiza a su manera.

En el fondo, el secreto de la fiesta, en una sociedad moderna, es el mismo de siempre: se trata de implicar a los distintos estratos de la comunidad, para rehacer las relaciones, de manera ritual, para poner a cada uno en su lugar, y recordarle que, estando donde debe, forma parte de un todo mucho más amplio.

Nosotros somos el público

Quizás el gran error de los que tratan de convertir las fiestas en algo turístico - error en el que caen los mismos intérpretes - es olvidar que el público de la celebración y el actor son las mismas gentes. Una comunidad, pequeña, mediana o grande, no celebra la fiesta para otros, sino para ella misma. La comunidad se representa, ante sí misma, viviendo por unos días, que afortunadamente tienen fin, de manera ideal, manipulando el espacio colectivo (que ya no está al servicio de los intereses privados sino de los públicos), el tiempo de todos, los ritmos de vida. La trasgresión es ritual, controlada y medida. Así, una característica primordial de la fiesta es la manipulación de los valores cotidianos; no es normal, sino que es un acto delictivo, cortar una calle, hacer una hoguera y cocinar una paella cualquier madrugada, y sin embargo eso será una actividad si no bien recibida al menos aceptada en tiempos de fiesta.

Y lo mismo con la pólvora: ahora, un petardo suelto sonaría a provocación o a mala educación (a no ser que sea un conjunto de petardos, esto es una traca de unas u otras dimensiones, dispuesta a la salida de una boda, pongamos por caso, pero entonces se trata igualmente de un acto ritual, aunque de trascendencia familiar). Y sin embargo la percusión es constante, durante los días festivos. Hasta que llega el acto final, que marca el cierre del tiempo extraordinario, el no tiempo de la fiesta, y cualquier actividad usual entonces es considerada ahora un exceso.

Pero todo esto no se hace para los otros, sino para nosotros. Cuando se intenta, en vano, justificar cualquiera de las fiestas, por el valor económico que generan o por el trabajo que producen, no se entiende nada ni se explica nada. La fiesta la hacemos porque queremos y porque podemos. O mejor aún, podemos porque creemos que gastar esos recursos nos ayuda a construir, de manera más o menos consciente, la comunidad de la que formamos parte. Podremos exhibirnos ante los otros, los de fuera, pero estamos mostrándonos ante nosotros, cada uno en su sitio, incluso en las fiestas, que todo parece (solo parece) desordenado.

No olvidemos, además, esa característica de las fiestas valencianas que ya hemos apuntado en otros lugares: frente a la imagen tópica del tiempo festivo como tiempo de desorden, se presenta un conjunto de actividades extremadamente codificadas y ordenadas, para “lucirse”, para mostrarse, no tanto como se es sino como se quisiera ser frente a los demás miembros de la comunidad. Ciertamente hay otro orden, pero no es desordenado: no se come lo mismo ni se duerme a las mismas horas, se ocupa la calle y se aumentan, de manera muy controlada, los niveles sonoros, pero incluso los sonidos más fuertes, los de la pólvora, son considerados como una música muy especial, que congrega a la comunidad para su contemplación (curiosa manera de definir la “mascletà”: no se va a oírla, sino a verla, en una actitud respetuosa cercana al concierto, aunque sea de pie).

La ciudad: un caos que puede tener sentido

¿Cómo integrar, en una ciudad, a sus habitantes? La ciudad aparenta ser un caos, sin sentido, en el que no queda más que sobrevivir. O no. Hay diversas maneras de dotas de sentido a las casas y a las cosas, para religar a las gentes que viven, e incluso para las que visitan: con el ritual o con la palabra.

Porque, en el fondo, para aumentar la calidad de vida de la gente con su entorno, hay que darles las herramientas, directas o indirectas, para que lo comprendan, para que doten de sentido la diferencia.

Proponemos relacionar a la gente con su ciudad de manera doble: a través de las fiestas - y en esto los valencianos podemos contar mucho, no tanto por el carácter presuntamente festivo nuestro, que es la imagen más alejada de la realidad, sino por la organización de las actividades rituales de manera que implican a todos. Incluso a los que huyen durante unos días, y que de ese modo quieren mostrar su escasa integración social.

Y hay otro nivel, más cotidiano, para integrar a la comunidad en su territorio, a través de la palabra, escrita o sobre todo hablada.

Decíamos hace un momento la necesidad de vivir la diferencia, y este parece ser un sentimiento contrario a la modernidad global. Nada más lejos. La relación personal con el territorio y con la comunidad que en él habita, y que se siente comunidad por tener un conjunto de valores, sensaciones y recuerdos compartidos, no se contradice con la sensación de formar parte de un mundo mucho más amplio y global.

En primer lugar porque no es cierto: si las mismas palabras, en la misma lengua, ya significan cosas diversas de un lugar a otro, tampoco los gestos, las actitudes, las sensaciones, son compartidos, a un nivel tan pequeño como el de una nación. Incluso aunque hagamos las mismas cosas, o veamos los mismos programas de televisión, esto significa que pensemos lo mismo. Lo decíamos a nivel de las fiestas y de los espectáculos y puede trasponerse para la vida personal de la gente; es sabido que las opiniones pueden variar muy rápidamente, influyendo cosas tan nimias como el color de una corbata o una sonrisa a destiempo, pero los valores, como las fiestas, van evolucionando muy lentamente y, a menudo, cuando parecían desaparecer, vuelven a emerger con más fuerza aún. ¿Cómo se puede entender, si no, que en estos momentos, en la Comunidad Valenciana se conserven mejor las tradiciones en las ciudades y en los pueblos más industrializados, y que en los lugares más pequeños ansíen, por el contrario, en modernizarse y perder aquellos signos diferenciadores que, desde fuera, nos parecen tan importantes?

El reconocimiento no exclusivo de la propia diferencia - que siempre es menor de lo que los propios intérpretes pretenden - así como la relación ritual y por tanto emocional con un territorio y una comunidad, llevados de manera bien entendida, no solamente amplían las miras de los propios interesados, sino que les sirve para comprender que “los otros” no solamente pueden, sino que deben ser “diferentes”, y no por ello carentes de interés.

Algunas características de las fiestas

Hemos apuntado la diferencia entre la fiesta y el espectáculo: unos y otros pueden repetirse cíclicamente, pero el segundo se basa en la novedad y el primero en la repetición. Probablemente el uno religa con la modernidad, con la moda y con la universalidad, el otro une con la tradición, más o menos presunta, con el territorio.

La fiesta requiere actos repetidos, y actos que manipulen el espacio y el tiempo colectivos; es más, para que una fiesta funcione, cale en una comunidad, debe ocupar la mayor parte de territorio posible, o al menos la parte central, emblemática del mismo. Y precisamente por esta ocupación puntual y repetida el territorio deviene emblemático. Si la fiesta está relegada a un campo de deportes o a una parte exterior de la ciudad, no es más que un espectáculo molesto.

Pero no siempre las fiestas “cuajan”: recordemos el intento repetido de muchos municipios de introducir el Carnaval, con grandes medios económicos, y que fracasa al poco tiempo. Sin embargo, una fiesta aparentemente sin motivo ni razón, como es la celebración de la Nit de Sant Joan, en las playas de la ciudad de València, tiene cada año más predicamento. O sí tiene motivos y razones: un origen incierto (tan incierto como que apenas hace treinta años que comenzó a celebrarse, aunque no faltan aquellos que apuntan orígenes paganos, incluso anteriores a la romanización), una actividad compartida (hacer hogueras, entrar siete veces en las olas…), un espacio común… Tiene todos los ingredientes: hacer muchos lo mismo, en un mismo momento, con unos motivos confusos, y por tanto que trascienden más allá del tiempo y del espacio. La repetición colectiva, de manera inconsciente, certifica que lo que hacemos tiene sentido, porque también otros, como nosotros, lo hacen con nosotros, aunque cada uno con los suyos. Juntos, como comunidad, pero no revueltos.

Así se explica la proliferación de nuevas fiestas, en lugares que carecían de ellas, uniendo elementos más o menos comunes, que siempre habrá quien se encargará de encontrar un origen mítico o confusamente documentado: “esto se ha hecho desde siempre, y lo hacemos porque somos una gente distinta, con un territorio, una historia y unas creencias comunes”. Aparentemente literatura, pero en realidad vida, es decir una excusa para revivir la comensalidad, la comunidad, los elementos aparentemente comunes, que dan sentido a la vida en grupo.

La ciudad comprendida

Pero las fiestas no son más que la exaltación, afortunadamente limitada a unos momentos breves, en el ciclo de la vida anual. Si, como hemos apuntado, las fiestas sirven para religar, en momentos especialmente intensos a la gente con su territorio, con su comunidad, más allá del espacio y del tiempo, también es preciso, a lo largo del otro tiempo, es decir del tiempo cotidiano, religar a la gente con su entorno más inmediato. ¿Cómo construir los vínculos entre unas gentes y la ciudad donde viven? Los antiguos utilizaban la palabra, de muy diversas maneras, para hacer efectivo este pacto.

Estaban las tradiciones, que otorgaban hechos más o menos heroicos, a los edificios, o que justificaban ciertas diferencias. También estaban las inscripciones conmemorativas, desde los romanos hasta casi nuestros días, que dotaban de contenido a lugares, personas o hechos. Palabras habladas o escritas que es preciso recuperar, para religar con el territorio, para dotar de sentido a la vida en común.

Por un lado, con las tecnologías actuales - nuevas inscripciones, terminales de ordenador o publicaciones en la red. Pero sobre todo con la palabra. Y desde la escuela.

Asistimos, no hace mucho, a una experiencia continuada de Ciudad de México, que dedica cada día una organización preparada para recibir a 1.000 escolares, de primaria y de secundaria, que son llevados a diversos lugares patrios, donde se les explica los significados - no siempre reales, pero relacionados con los valores colectivos de la comunidad - y donde hacen diversas actividades más o menos lúdicas, sin olvidar un almuerzo. Posiblemente, a corto plazo, solamente recuerden la excursión y la merienda, pero ciertamente muchas de esas palabras reveladoras de su historia compartida queden en la memoria, y reaparezcan, de manera ritual, en ciertos momentos de su vida. Naturalmente no se trata de estar recordando continuamente que somos un pueblo, que tenemos una vida común y unos espacios compartidos; esa obsesión es característica precisamente de las naciones jóvenes, sin historia común. Por el contrario, se trata de religar a la gente con los elementos materiales o inmateriales que dotan de sentido a su hábitat cotidiano, sin que se conviertan en una repetición sin sentido. Probablemente la mejor manera sea llevar a la gente a los sitios que no acostumbra visitar, guiándolos con la palabra bien contada para mostrarles ese patrimonio que ellos convertirán en valor añadido, en referencia personal y por tanto comunitaria.

Hay una experiencia hermosa, realizada con los escolares de Granada: se trataba de vincularlos a la Alhambra, algo lejano para ellos. Al mismo tiempo se les debía inculcar el respeto a unos edificios tan frágiles, por ejemplo por sus decoraciones de yeso. Hay un programa que recoge cada día unas clases de primaria de la ciudad, se les da una gorra de “Guardián de la Alambra”, y se les dice que se puede tocar y que no, para su conservación. Los niños inmediatamente, vigilan durante unas horas el monumento, impidiendo a los visitantes que hagan daño “a su Alhambra”; al cambiar la relación con el edificio, se interesan por su conservación y su difusión, porque forman ya para siempre parte del mismo.

Conclusiones

Proponemos, desde la antropología, dotar de contenido al patrimonio de una comunidad urbana o rural, relacionando a sus habitantes con ese valor añadido. Hay dos maneras: el conocimiento directo, que repercute en su conservación y en su valoración, y el conocimiento ritual, esto es la implicación del monumento en las actividades repetidas de la comunidad.

La gestión urbanística debe ser especialmente respetuosa con las tradiciones antiguas o actuales: ciertamente una plaza o una calle puede tener contenido ritual durante unas pocas horas al año, pongamos por caso para una procesión o para un desfile, pero si se dota de árboles o de cables que impidan el paso de los carruajes, pongamos por caso, a corto plazo no solamente se desvirtúa una tradición sino que se empobrece, sin necesidad, la vida comunitaria del grupo.

Las actuaciones patrimoniales, especialmente aquellas que permiten recuperar valores perdidos o que ponen en valor elementos ocultos, deben ser contadas y repetidas hasta la saciedad, para que la gente integre esa actuación en su conjunto de creencias y de valores, y convertirse así en un participante más.

Cualquier actuación patrimonial es siempre una opción, del mismo modo que cualquier explicación del patrimonio no es más que una entre las posibles: por esto debe ser explicada. Pero al mismo tiempo, antes de emprender una actuación, especialmente en aquellos puntos susceptibles de usos simbólicos o rituales, es imprescindible apoyarse con un trabajo de investigación antropológica, que permita desvelar las necesidades, más o menos latentes, de una comunidad, que puede ver destruidos sus elementos de identidad por una obra a deshora. No solamente debe tenerse en cuenta el uso habitual de un espacio; mucho más importante es el uso ritual de ese territorio, que pude tirar abajo la mejor actuación urbanística. No cabe decir que desvíen la procesión o la cañada por la autopista; debe ser ésta la que ceda el paso a la otra, para asegurar el éxito de la actuación.

Es curioso como el patrimonio, que es un valor tan considerado desde un punto de vista simbólico, carece del acompañamiento económico necesario en los presupuestos, tanto locales, como regionales o estatales. Aún así, cualquier actuación, realizada y divulgada, es apreciada mucho más de lo que pudiera colegirse por el porcentaje económico invertido.

Por tanto, participación ritual comunitaria, y conocimiento personal, dos modos de llegar a aprehender el patrimonio. Probablemente dos maneras contradictorias; la primera es más intuitiva, y por tanto mucho más emotiva, mientras que la segunda es mucho más racional, y aparentemente requiere un esfuerzo mayor. Sin embargo se trata de dotar a una comunidad de ambos cauces, ritual y educativo, para relacionarse con su medio, con aquellos elementos que han sido elegidos, a veces no sabemos como, otras veces por azar, incluso por necesidad, como elementos que forman parte de su paisaje cotidiano y de su entorno referencial.

Probablemente, de este modo, haciendo participar el patrimonio como valor de referencia, incluyendo valores patrimoniales o dotando de ellos a nuevas actuaciones, puede valorarse, a nivel comunitario, actuaciones que de otro modo serían rehusadas o combatidas. Y así, el valor añadido patrimonial se convierte, por el conocimiento por el ritual, en el significado central de edificios, objetos o actividades de nuestro entorno más próximo.

LLOP i BAYO, Francesc
Generalitat Valenciana (2003)
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